La mudanza finalizó exitosamente, y Dion no podía estar más contento. Aunque, en su sincera opinión, su padre se había pasado un poquito con la cantidad de cosas que le envió, porque hasta las cacerolas que había en su apartamento acabaron en los dos camiones. Era muy evidente que no había tanto espacio en la cocina de Tanner como para poner hasta el horno microondas, entonces, tuvieron que guardar sus pertenencias sobrantes en una bodega.
Estaba sinceramente porque le había llegado su cama, la verdad, no era que la cama que Tanner le prestó fuese mala, solo que la suya era mejor. Y, su colchón, cobijas y sábanas olían a él, eso era lo mejor de todo. De seguro no podía significar mucho para otros, pero para él, su aroma era parte de su tranquilidad.
Podía decirse casi, que era su zona de seguridad.
—Ah, cómo extrañaba mi camita —dijo Richard, tirado patas arriba encima de un colchón rosado encendido.
—Me alegra saber que te sientes bien, yo también me alegro de ver mi habitación remodelada.
—Sí, el papel de colgadura blanco es tan bonito —ironizó Richard.
—Eh, el color blanco les da más luminosidad a las habitaciones —decretó Dion, con fuerza en su voz.
—Ah, por favor, no te comportes como una señorita purita, el blanco es soso y aburrido.
—Bueno, a mí no me gusta el rosa chillón que puede dejar ciego a miope si lo mira desde la distancia —espetó Dion, enseñándole la lengua y haciendo un ruidito tonto.
—Ja, el color rosa chillón es lo mejor, todos pueden verlo, como a mí, señor sabelotodo.
—Ay, es que eres de lo que no hay, Richard.
—Soy todo lo que hay bebé —el gato se dio la vuelta, quedando todavía con la cabeza descolgada, mirando a Dion con sus significativos ojos azules—, ¿cómo te fue el otro día con el Alfa en el supermercado? Trajeron mucha comida apetitosa.
—Tanner es una buena persona —expuso Dion con calma, doblando una camiseta sencilla—, me da dado tarjetas para la compra.
—¡¿Tarjetas?! —clamó Richard, parándose de un brinco—. ¿Qué tarjetas? ¿Podemos ir de compras? Quiero una camisa a cuadros, pero no cuadros grandes de abuelito, cuadros pequeños y bonitos, también quiero unos mocasines.
—Para poder comprar todo eso, primero deberías tener un torso humano y también unos pies —evidenció el omega, sonriéndole a su amigo.
—Aguafiestas.
—En todo caso, Ri, no me dio tarjetas para acabar el saldo que tienen, me las dio para comprar cosas de uso cotidiano, jabón y esas cosas.
—Condones —Dion lo miró con los ojos bien abierto—, ¿qué? Cuando te casas esas son cosas de uso cotidiano, prioritario, evidentemente.
—No, no voy a comprar condones con esa tarjeta, ¿por qué lo haría? —cuestionó con perturbación.
—¿Te gusta a pelo?
—Ahg, Richard, asqueroso. —Dion le lanzó un cojín, haciendo una mala cara en el proceso.
—Lo sabía, te gusta a pelo.
—¡Eso es totalmente contraproducente! No, no me gusta de ninguna manera, porque de ninguna manera estoy haciendo eso. —La sola idea de él abriendo sus piernas para alguien lo avergonzó, y sí, podía ser una actitud puritana, pero él sí se apenaba por eso.
Su educación sexual siempre fue plana. Sí, había visto pornografía, no era una hermana de la caridad para no hacerlo, en todo caso, encontró grotesco los gemidos, sonidos y que te lo metieran trasero arriba. Además, le daba algo de miedo, porqué los vídeos de omegas eran aterradores, se convertían en pequeñas putas sedientas de pene, no había mejor manera de describir la situación.
ESTÁS LEYENDO
Efecto Omega
FantasyEl número tres puede ser el favorito de algunos; en definitiva, no es el número favorito de Dion Marakov. Tres veces estuvo casado, tres veces lo abandonaron y, el día tres del mes tres su madre falleció, sin duda, no tiene buenos recuerdos con ese...