Dos: Un gran honor

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Casi dos lunas habían pasado desde que emprendiera la tarea titánica de buscar nuevas armaduras. Cuando dejó la colina de estrellas, creyó que quedaría libre - al menos un poco - para retomar las interacciones cotidianas con su... No. Kiki ya no era su discípulo. Kiki ya era todo un caballero dorado. La sonrisa que se mostró en su rostro, señaló el tremendo orgullo que sentía.

Sin embargo, las cosas nunca salían como uno esperaba. En cuanto regresó al templo de la Diosa, se encontró con un montón de tareas olvidadas desde la guerra del Santuario: turnos, arcas, reparaciones a llevar a cabo, despensas que debían llenarse, proyectos inacabados... Un sinfín de quehaceres, a retomar desde el día en que Atenea posó sus pies en el Santuario. Debía, al menos, agradecer la organización que había llegado Saga. Eso le sorprendió: extremadamente enfermo pero cuidadoso y perfeccionista.

Negó para sí y optó por ponerse manos a la obra. Tras un largo día - en el que no había dejado la biblioteca más que para las actividades más básicas -, había llegado a la conclusión que lo más sensato era dar una pequeña explicación y retomar todo desde cero; al menos en lo referente a las arcas del santuario.

Tomó aire y se dispuso a dormir. Literalmente, lo único que quería en ese momento era lanzarse contra la cama y permitir que las mantas acogieran su cuerpo y le dieran un poco de descanso.

Sin embargo, no había contado con que para hacerlo, tendría que entrar en la cámara del patriarca. En cuanto abrió la puerta, su mundo se detuvo.

Creyó - en un absurdo deseo - que estaría desordenada, destrozada y con todos los objetos rotos y por el suelo. Que Saga, en su locura, hubiera arrasado con todo aquello que fuera de su maestro y que tuviera así, que añadir el proyecto: "reconstruir sala patriarcal" a la lista. Sin embargo, no había rastro de Saga en ninguna parte; como si nunca hubiera sido patriarca; como si todo lo vivido por culpa de Arles hubiera sido una farsa.

Se obligó a soltar el pomo de la puerta y dar unos pasos hasta quedar dentro de la estancia. Aún olía a Shion. Reconocería ese aroma aún con los ojos cerrados. Y así lo hizo. Justo para verse a sí mismo trepar esa cama para buscar a su padre porque aún tenía pesadillas. Sonrió. Sí no las tenía, se las inventaba para estar con él. Sentir como lo cobijaba bajo esas sábanas y cantaba esa absurda pero pegadiza canción lemuriana mientras lo acunaba en su pecho.

No. Él no tenía derecho de estar ahí. El pecho dolía sólo de pensarlo. Y las ganas de dormir... Desaparecieron.

Cerró la puerta detrás de sí y regresó a la biblioteca, en donde ahora, un haz de luna entraba sin timidez por el enorme ventanal.

Tampoco era tiempo de escribir en tal oscuridad. Su mirada se detuvo en el umbral del pequeño balcón. Pequeño en comparación con el enorme existente en el lado contrario; lado del templo que pertenecía exclusivamente a la diosa.

Dejó que sus pasos le guiaran hasta que la brisa nocturna otoñal rozó su piel. Cerró los ojos para acompañar el leve bostezó que se escapó y estiró el cuerpo aún bajo la creciente luz de la luna.

Se apoyó en el barandal y contempló los templos que se levantaban orgullosos entre las rocas de la ladera. Fue entonces que comprendió.

Esas vistas, ese orgullo así como la preocupación. Todo eso, era un regalo que la Diosa otorgaba a sus guerreros. Aries tintineo en el cielo; sonrió y lo entendió también, recordando las palabras que su maestro dijera antaño:

«No importa si eres guerrero, caballero, herrero o civil. Sin embargo, en algún momento de nuestra vida, todos precisamos de guía para continuar. Esa, es la tarea más importante. Empatizar y comprender qué necesitamos escuchar cuando flaquea la esperanza.

Y esa, mi pequeño Mü, es la tarea que te ha sido encomendada.»

Aún recordaba el roce en su nariz que le proporcionó Shion tras decir esas palabras; aunque en su momento, no entendió nada de lo que quería decir. Sonrió con tristeza. Él sólo quería estar con su padre y no separarse jamás.

Tomó aire y depósito su mirada en el primer templo. La luz de las velas tintineaban en la que fuera su habitación. Sólo esperaba que Kiki estuviera bien y gozara del tiempo de paz en el que estaban.

Miró al cielo y suspiró. Esperaba que fuera un periodo largo.

Diario de un PatriarcaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora