Siete: Heridas

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Había pasado casi una semana y la herida aún no se dignaba a cicatrizar. ¿Porqué no había usado ya su cosmos para sanarse? Por el simple y mero hecho de que Mü no actuaba así. Una cosa era la necesidad de sangre para el correcto sanado de las armaduras y otra... Cometer la tremenda estupidez de golpear una tetera de cerámica.

— ¿En qué puedo ayudar? – la voz de Saga irrumpió en la sala del trono, provocando un pequeño sobresalto en su persona.

— Mira esto – se obligó a centrarse. Acortó todo espacio con el griego y le entregó un ajado pergamino — Sucedió durante tu gobierno pero la letra está como enmarañada y no consigo descifrar el contenido.

El mayor lo tomó, con real intriga, y lo abrió para leer el contenido.

— Creo que es sobre la armadura de Altar – se aproximó más de lo estrictamente necesario, producto de la curiosidad – ha nacido su portador y necesito información para encontrar la armadura – negó con cierta frustración – No detecto rastro alguno y eso, me preocupa.

El griego asintió y se centró en leer el pergamino. Sin duda era su letra. En uno de esos momentos en los que carecía de memoria.

— Vamos a ver – Saga accedió a la pequeña sala adjunta, en donde había una pequeña mesa y una silla.

Ese espacio era usado para que el guarda de turno, escribiera cualquier cosa importante ocurrida durante las asambleas. Asambleas, que aún no habían dado comienzo. Mü siguió al mayor en completo silencio y de forma natural.

El pergamino se estiró sobre la mesa y ambas cabezas miraron su contenido.

— No recuerdo nada de esto, Mü – negó el mayor y miró al menor – Dame un momento.

— Prepararé café.

Así lo hizo. Regresó con una pequeña bandeja, con dos tazas llenas y un pequeño cuenco de galletas caseras. Se dio cuenta, entonces, que empezaba a tener demasiado tiempo libre. Depositó ésta sobre la mesa y admiró, un instante, al mayor.

Y en ese breve instante, volvió a sentirse niño porque a sus ojos, no había cambiado nada. Ni la lucha que ocurrió en la mente ajena, ni las peleas vividas, ni las etiquetas de traidor, nada, había conseguido que ese pequeño tintineo estuviese ahí cuando miraba a Saga.

Apartó la mirada y prefirió comerse una galleta. No la había terminado aún cuando el mayor rompió el silencio.

— Al parecer, no envié a nadie a buscarla – la atención del patriarca ya la tenía – pero, aunque no deje escrito el lugar concreto, quizá pueda averiguarlo.

— ¿Podrás? – preguntó curioso el tibetano

— ¿Puedo llevarme el pergamino? – indicó tras asentir, el mayor – Lo estudiaré con detenimiento.

Mü lo sopesó y después, acabó asintiendo.

— Hazme saber qué encuentras en él.

Saga asintió, enrolló el pergamino y tomó con avidez el café. No le diría nada de lo leído hasta estar seguro pues su propia letra parecía bailar sin rumbo por el papel y algunas frases eran inconexas y sin sentido. No. Tenía que estudiar ese contenido.

Mu sonrió al verlo partir. Era agradable tener con quién compartir los problemas que hallaba. Y Saga se estaba esforzando mucho pues acudía a cada llamado. Terminó con esa sonrisa su galleta y se acomodó para tomar el café. Aunque la leve vibración de sus chacras, impidió la acción.

¿Porqué? Con dudas, retiró la bandeja. Ahora, tenía algo que hacer y con urgencia: revisar qué había sido esa vibración y cuál el origen.

Sin embargo, el destino tenía otros planes para él. En cuanto entró a la pequeña biblioteca - esa que hacía las veces de estudio, sala de entretenimiento y dormitorio desde su nombramiento - percibió el leve cosmos de un infante.

Diario de un PatriarcaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora