Doce: Caos

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Sí antes tenía dudas, ahora era pura manojo. Las palabras de Shaka danzaban en su mente, haciéndole perder la concentración de cualquier nimiedad que estuviera haciendo. Tanto era así, que la tetera se quedó sin agua; las hierbas quedaron esparcidas por el suelo y su mano, quemada al evitar que ésta estallara.

Maldijo en tibetano mientras aplicaba agua fría en la quemadura, antes de proceder a tratarla. Y es que, sus propios sentimientos se mezclaban con los residuos que inyectó, aquella extraña rosa, en su cerebro.

La bendita sensación era la misma. ¿Amaba a dos personas o era el remanente de que lo que sentía Afrodita? Ni siquiera sabía si era buena idea lo que estaba por hacer pero... Se dejó arrastrar por ello y por el hecho no encontrar pomada alguna para quemaduras.

Así fue como acabó en el último templo, en los aposentos privados de piscis, buscando a su guardián.

Lo encontró más demacrado que antes - cosa que no creyó posible hasta ese momento -, sentado en una silla de la cocina, con ambas manos sujetando una taza, más que visiblemente fría y sin agua. Dentro de ésta, lo que fueran hojas secas, ahora eran vivas y diminutas plantas que luchaban por el escaso sol que se colaba por la ventana. Su mirada azul estaba perdida en algún punto de la estancia pero su mente... Se percibía en algún punto lejano de su historia.

- Afrodita - mentó al sueco al tiempo que se aproximaba despacio.

- ¿Qué quieres? - preguntó con dejadez el recién mentado. Su mirada había abandonado el punto donde estuviera para fijarse en la taza entre sus manos.

- Necesito ayuda - trato de sonar lo más sereno que pudo pero sus propias dudas, no eran discretas.

- Te confundes de templo, aries - así mentó a Mü, para él seguía sin ganarse el título de Patriarca - Busca más abajo.

Negó, tomó aire y buscó quedar de frente al guardián. Le mostró la mano.

- Préstame uno de tus ungüentos, por favor. En el templo principal no hay nada para quemaduras.

El sueco reaccionó al final. Miró la supurante herida y tomó aire. Eso sí lo podía hacer.

- Ven.

Así lo hizo, siguió al mayor hasta que llegaron a su habitación privada. Ésta, completamente bien ordenada y decorada; pulcra; con estantes llenos de frascos de diferentes tonalidades y enmarcados con una perfecta ortografía sueca. El regente buscó entre estos frascos hasta dar con uno, de color amarillo y extraño aroma entre cítrico y frutos rojos.

- Dame la mano.

Con la altanería que le caracterizaba, se encargó de limpiar y curar la herida. Hizo aparecer unas hojas grandes que Mü no supo identificar, la colocó sobre la herida y acabó vendando la zona.

- Sanará por completo en unas horas.

Asintió y admiró el trabajo finalizado.

- Gracias - fueron sinceras sus palabras. Ya puestos, trataría de salir de dudas - Las rosas amarillas... nunca las había visto.

Afrodita alzó una ceja pero acabó relajándose. Ya... No tenía sentido seguir luchando por un imposible. Al fin y después de años y años de esperas y traiciones, había aprendido eso.

- No sé si las verás más - se encogió de hombros y se dejó caer sobre la cama, apoyando ambas manos tras su cuerpo y dejando que los pies jugarán como si estuvieran dentro del agua - No tengo control sobre ellas.

- Su poder - continuó el menor - ¿cómo funciona?

Afrodita miró al tibetano y negó, antes de entrelazar las manos - ahora - sobre sus muslos. Mü, seguía en pie, sin apartar la mirada del sueco. Por un instante, sus miradas se cruzaron. Mü sintió tanto dolor en ella, que su corazón se encogió en el pecho.

Diario de un PatriarcaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora