—Yo quiero ver los pingüinos.
Le miré y rodé los ojos por el tono infantil que usó. Los pingüinos son demasiado aburridos; son mejores los koalas, siempre durmiendo agarrados a un árbol con esa carita achuchable. Me representan.
El mes pasado, después del lío del hospital y nuestro “momento”, si se le puede llamar así, Luke se volvió mucho más frío y distante. ¿La razón? Ni idea. Y cómo no, mi ilusión y buen humor decayó.
Otra vez.
Así que Jack tuvo la gran idea de traerme al zoo para que se me fuese la mala leche, según él. Eso lo solíamos hacer antes de vez en cuando simplemente para pasar un día juntos, pero algo había cambiado.
Un sujeto ojiazul de pelo negro y con una extraña obsesión por los pingüinos se nos había unido a la excursión.
—Pues yo prefiero ir a donde los leones— rebatió el castaño. Después pareció notar mi existencia, así que dejó el mapa del zoológico para mirarme—. ¿Tu que dices, Leigh?
—Quiero ver koalas.
—Venga ya— se quejó Luke—. Los koalas no hacen nada. Son muy tontos. Con los pingüinos por lo menos te ríes.
—Tú si que eres tonto.
—Y tú aburrida.
—Pesado.
—Cabezota.
—Infantil.
—Oh, vamos. Mira quién habla— metió las manos en sus bolsillos y alzó una ceja mirándome como si fuese una niña de cinco años. Me crucé de brazos y le observé con los ojos entrecerrados.
—Te odio.
—Tanto tú como yo sabemos que eso no es verdad— guiñó un ojo y me echó una mirada de superioridad, seguro al cien por cien de sus palabras. Ugh, odiaba cuando llevaba la razón.
—Bueno chicos, ya. Los dos parecéis salidos de la guardería— Jake lucía divertido, y en realidad no le culpaba—. Iremos primero a ver los dichosos koalas, que quedan más cerca. Después vamos con los pingüinos.
Di un saltito de alegría y el de pelo negro puso los ojos en blanco.
Empezamos a caminar hacia donde se supone que debían estar mis animales favoritos, y al cabo de varias vueltas conseguimos llegar.
Me acerqué a la valla que me impedía salir corriendo y estrujarlos contra mí y me limité a observarlos y a sacarles fotos mientras disfrutaba el momento. Dios, cuánto me gustaban esas criaturas.
Al alzar la vista me topé con dos ojitos del mismo color que el cielo, o más claros aún, si podía ser posible. Me miraba como si fuese la cosa más tierna que había visto en su vida (no me extraña; parecía una niña chica en Disneyland), y una media sonrisa boba adornaba sus labios, la cual intentó disimular poniéndose serio y evitando mi mirada.
—Bueno, ya hemos terminado de ver a tus bichos peludos. ¿Podemos ir ya hacia donde los pingüinos?
Y dale con los pingüinos.
En fin, no me quedó más remedio que dar media vuelta y seguir a Jake, que es el que tenía el pequeño mapa en su poder. Cuando ya hubimos dejado los koalas atrás, pasamos por una zona de puestos de comida para poder ir donde Luke decía.
Mis ojos se clavaron en un puesto de gofres y sin pensármelo dos veces corrí allí. Los dulces eran como mi talón… y mi estómago, mi pierna y mi corazón . Los otros dos me siguieron desde atrás, y cuando realicé mi pedido, Jake se ofreció a invitarme.
Por eso es que lo amo con toda mi vida.
Retomamos nuestro camino, y estaba de mejor humor ahora que el chocolate había entrado en mi organismo. Hubo un momento en el que sentí unos ojos sobre mí, pero no era ninguno de los chicos que me acompañaba. Miré alrededor y me topé con una chica de unos quince años o así mirándome con la boca abierta.
Por momentos se me olvidaba que era cantante y gente de todas partes podía reconocerme.
Empezó a caminar en mi dirección lentamente, como si temiese acercarse a mí, pero al final aligeró el paso y se puso enfrente mía con su teléfono y un rotulador en mano.
—H-hola…— saludó tímida—. Solo quería decirte que creo que eres la mejor y tu música es alucinante. Me gusta muchísimo, de verdad.
—Muchas gracias— sonreí enormemente. Cositas como estas me hacían la persona más feliz del mundo. Parecía que quería decir algo más, pero como no lo hizo hablé yo por ella—. No sabes cuánto agradezco tus palabras. ¿Quieres una foto?— los ojos de la chica se iluminaron, y rápidamente asintió con la cabeza—. ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Avril— contestó—. ¿Podrías firmarme la camiseta también, por favor?
—Por supuesto— hice lo que me pidió y tras despedirme de ella fui con los dos hermanos.
Llegamos a la zona de los pingüinos, y Jake se disculpó un momento porque tenía una llamada entrante, así que nos dejó a los dos allí parados solos.
Genial.
—Oye— Luke me habló suave, apoyando una de sus manos en mi hombro—, ¿podemos sentarnos un momento? No me encuentro muy bien.
—Claro— fuimos a uno de los bancos que quedaban justo en frente de donde estaban los pingüinos y nos sentamos.
No sabía que era lo que le pasaba a Luke últimamente, pero había estado muy raro y casi todo el tiempo andaba diciendo que se sentía mal. Eso hacía que una punzada de preocupación me pinchase en el pecho.
Nos quedamos mirando a esos animales que no hacían más que caminar tambaleándose de un lado a otro.
—¿Qué le ves de interesante a estos bichos? No hacen nada.
—Como si los koalas hiciesen mucho más…
—¡Oye! Por lo menos son monos y peluditos, y…— empezó a carcajearse de mí y le miré indignada, pero al final
acabé riendo con él—. ¡No te rías! Venga, en serio, ¿qué es lo que le ves?Su risa cedió y fijó la vista en los animales frente a nosotros. Pareció pensárselo unos segundos, y después, sin despegar sus ojos del frente habló.
—No sé, siempre me han gustado— se alzó de hombros—. Me parecen muy simpáticos y graciosos, supongo. Pero hay algo que siempre me ha llamado la atención de ellos— me miró un momento y sonrió—. Cuando encuentran una pareja se quedan con ella de por vida. No importa el tiempo que estén alejados el uno del otro o la distancia— mi corazón se aceleró cuando clavó sus ojos en los míos—. Siempre acabarán volviendo uno al lado del otro.
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Nuestra Última Canción
ContoNo podía odiarle. Y mucho menos dejar de amarle. Él era como una canción que se reproducía a todas horas en mi mente. Sin detenerse; sin terminar... Y podría poner en repetición esa melodía toda la vida.