Albert llegó a la estación de trenes de Chicago, y como sin querer su mundo cambio totalmente, tuvo esa sensación de retrospección que lo ponía a pensar en lo que fue, aunque muy en el interior sentía el desazón de volver a un lugar que no lo hacía feliz, sus únicos motivos de alegría, para regresar o mantenerse entretanto, era volver a ver al tío Graham, y a sus sobrinos, la ciudad no era más que un cúmulo de recuerdos tristes de épocas previas; por otro lado, al ver a su alrededor, se dio cuenta que la ciudad había cambiado mucho en poco tiempo, si bien desde que se fue había edificios, ahora veía mayor cantidad y de mayor tamaño. Por lo que sintió que estaba en otro sitio algo distinto al que alguna vez vio como hogar.
Por otro lado, también sabía, por medio de las cartas, que la familia ya no tenía en posesión, de hogar, la mansión Ardlay en Prairie Avenue sino que estaban instalados oficialmente en villa Glencoe, por lo que bajó del tren en Washington Street y transbordó en la estación del metro Ogilvie hacia esa región de Glencoe. Y así en los minutos que le tomó llegar, le dio tiempo de pensar en qué hacer, qué decir, en buscar varios algoritmos de acción por si las situaciones lo ameritaban, era la primera vez en mucho tiempo en que él tomaba la decisión de emprender un complejo mental de acciones para los posibles asuntos que pudieran presentarse, generándole un poco de estrés al menguado Albert y con estas emociones fue avanzando en automático.
Entonces de tanto andar, llegó... aquella era una casona nueva estilo palazzo con tantos acabados que él pensó que no iba vestido apropiadamente para esa zona de la ciudad, pero igual ya estaba allí. Por lo que entró a la casona sin avisar a nadie, como todos estaban ocupados con limpieza exhaustiva, Albert aprovechó a subir a su habitación, donde al entrar... encontró a Georges quien se hallaba arreglando los últimos detalles para tener perfectamente la habitación del Amo. Por lo que al entrar, Georges se cuadró ante la presencia del rubio y Albert sin pensarlo, se acercó a abrazarlo, cosa que un Georges confundido respondió del mismo modo pero sin tanta efusividad. Así ambos hombres se dispusieron a hablar.
Georges le preguntó cuál era el motivo de estar en chicago, aunque aclaró que le alegraba sobremanera verlo en casa nuevamente, por lo que, Albert le informó que estaba ahí únicamente con el propósito de ver al tío Graham, para darle ánimos o de ser necesario, despedirse apropiadamente de él. Por otro lado quería convivir o al menos ver a sus sobrinos para poder llevarse consigo unos instantes convertidos en recuerdos, por lo que le manifestó a Georges que su estancia en Norteamérica no sería por largo tiempo. A lo que Georges, confundido, le respondió asentando la cabeza y manteniendo silencio y compostura.
Posteriormente Albert ya instalado en su habitación, vio que subió una sirvienta, a lo que él le dijo a la chica: -¡hola!, disculpa ¿y Clarisse¿, ¿Y Doney?, ¿dónde están?- a lo que la damisela respondió con voz tenue y mirada agachada: -disculpe, no conozco empleados que se llamen así, permiso- saliendo de inmediato de los aposentos. Por lo que desconcertado, Albert observó los alimentos que le habían traído: huevos revueltos, salchichas fritas, pan en rodajas, y 1 sandwich de mermelada de fresa sin orillas, vaso de chocolate y 1 jugo de naranja... que le hicieron recordar aquellas épocas alegres cuando su hermana le preparaba precisamente este desayuno que ella nombraba "para campeones", lo que estremeció el cuerpo hercúleo del joven. Mirando al infinito sonriendo.
En ello recobró el pensamiento sobre la escena reciente, que pasó con Clarisse, quien hacia los quehaceres en su alcoba, pero sobre todo y lo más importante para él, ¿Dónde se encontraba Doney?, quizá ¿habría renunciado? o tal vez ¡lo despidieron!... el pensamiento de Albert hizo sentir una gran incertidumbre que rozaba con la ansiedad de saber qué había pasado en todo este tiempo, si bien amaba la libertad que le confería recorrer el mundo y acercarse a la naturaleza, una muy minúscula parte de su ser necesitaba saber de la gente que durante toda su vida había dejado huellas imborrables, Doney no solo era un empleado, en su infancia fue quizá lo más cercano a un amigo, a un confidente tanto o más que Georges, pues era su compañero de juegos y quien lo atendía.
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El príncipe de la colina: Crónicas de Sir William Albert Ardlay (tomo 3)
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