La tarde iba pasando y pronto llegaría el ocaso, Albert se encontraba en el marco de la puerta observando el atardecer y sintiendo con fuerza los aires otoñales cuando de pronto, a lo lejos caminando dentro de la espesura a zancadas se apareció el buen quien cuidaba no rasgarse las vestiduras, su propósito, seguir en contacto frecuente con el Tío Abuelo. En ello, al entrar a la cabaña, el galo observó cómo el lugar donde se encontraba estaba más ordenado y limpio que las otras veces en las que había entrado a dicho recinto. Fue entonces que tras recibir una taza de té de manzanilla y croissant de relleno de chocolate recién horneado estilo francés, se sentó elegantemente a platicar con el jefe.
Una vez que iniciada la merienda, siendo esta una acción silenciosa, Albert aprovechó a platicar un poco con su amigo, después de tanto tiempo, Albert le hizo saber, en términos generales, algunos planes que tenía mientras estuviera él en Lakewood y cuales serían algunas de sus instrucciones posteriores a abandonar su placida vida allí. En ello, el silencio se hizo presente por unos instantes, cuando de pronto el francés le hizo entrega de un par de documentos que traía cargando en un portafolios nuevo, uno de ellos era para un negocio de inmuebles asociado a una constructora importante, tras leer el contrato y todos los pormenores por solicitud de Georges, Albert firmó y selló de aprobación.
Finalizada las revisiones correspondientes, Georges con una mirada aún más seria, le hizo entrega a Albert de dos cartas selladas, ambas tenían membrete de la familia Ardlay, aunque una de ellas, curiosamente, tenía unos trazos específicos, entre estrellas, media lunas, además que contenía un sutil aroma a agua de rosas, mientras que el otro solamente venia sellado usando el emblema principal siendo un sobre blanco pulcro y sin arrugas. Albert hizo una mueca de alegría irónica y decidió que las leería en la comodidad de su habitación antes de descansar, yendo a guardarlas en ese instante en su alcoba al lado de la cómoda.
Luego de un rato platicando con Georges ambos llegaron a planificaciones concretas, entre ello, Georges le hizo ver a Albert que, tras mostrarle a la jovencilla rubia los 10 vestidos más opulentos que había comprado para ella y ella decidir por uno para presentarse frente a los jovencillos y la tía abuela, los otros 20 vestidos habían sido metidos a la mansión y colocados todos y cada uno de ellos en orden de color, como una paleta de colorimetría, para que ella pudiera hacer uso de los mencionados como ella lo disponga; además, de hacerle ver a la elegante dama que la jovencita quedaría en el cuarto adjunto al de ella protegerla y darle su lugar dentro de la familia y ella personalmente debía adiestrarla.
Georges le mencionó que la Tía Abuela echaba vapor por las narices, pero aceptó la solicitud. En ello Albert se giró y le preguntó al galo si había hecho ya la segunda encomienda que había solicitado, Georges contestó con un rotundo si, indicándole que justo cuando la damita había quedado descansando en Lakewood, Georges entregó la carta con especificaciones para con Candy, a la Señora Elroy quien después de una expresión iracunda, se encargó de mandar a llamar a tres instructores: una institutriz de modales y etiqueta, otro sobre historia, política y tradiciones escocesas y una institutriz de estudios sobre la familia Ardlay. Que era lo que urgía para encajar rápidamente.
Haciéndole ver a todos que ella había llegado para quedarse, Georges también le hizo saber cómo vio a los señoritos Neal y Eliza ir hacia los sirvientes, luego los sirvientes tuvieron que decirle a Georges sobre acusaciones infundadas sobre la señorita White-Ardlay, y posterior a ello, comentó a Albert que a nombre de él se había indicado darle completa atención a la damita pues así lo dictaba el patriarca, así con mala gana tuvieron que aceptar los designios. Esto preocupó a Albert dejándolo pensativo por largo tiempo, si bien quería poner orden, sentía que no era momento, dejando la responsabilidad del control de todo ese asunto a Georges. Tras un rato cavilando, decidió de una vez leer las cartas.
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El príncipe de la colina: Crónicas de Sir William Albert Ardlay (tomo 3)
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