Capítulo I

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No soplaba el aire en Ángeles, y me quedé un rato allí tendido, inmóvil,
escuchando el sonido de la respiración de Jake. Cada vez era más difícil pasar con él un momento realmente tranquilo y plácido. Intentaba aprovechar al máximo esos ratos, y me alegraba comprobar que cuando él parecía estar más a gusto era cuando nos encontrábamos a solas.

Desde que el número de chicos de la Selección se había reducido a seis, se
mostraba más ansioso que al principio, cuando éramos treinta y cinco. Me imaginé que pensaría que tendría más tiempo para hacer su elección. Y aunque me sentía culpable al pensarlo, sabía que yo era el motivo por el que deseaba ese tiempo de más.

Al príncipe Jake, heredero al trono de Illéa, le gustaba. Una semana atrás
me había confesado que, si yo admitía que sentía lo mismo, sin reservas,
acabaría con el concurso. Y a veces yo acariciaba la idea, preguntándome cómo sería estar con Jake, sin nadie más, solo nosotros dos.

Sin embargo, el caso era que no era solo mío. Había otros cinco chicos allí, chicos con los que salía y a los que susurraba al oído, y yo no sabía cómo tomarme aquello. Y además estaba el hecho de que aceptar al príncipe
implicaba asumir también una corona, idea que solía pasar por alto, aunque solo fuera porque no estaba seguro de qué podía significar para mí.

Y luego, por supuesto, estaba Heeseung. Técnicamente ya no era mi novio —había roto conmigo antes incluso de que escogieran mi nombre para la Selección—, pero cuando se presentó en el palacio como soldado de la guardia, todos los sentimientos que había intentado borrar invadieron de nuevo mi corazón.

Heeseung había sido mi primer amor; cuando le miraba… era suyo. Jake no sabía que Heeseung estaba en el palacio, pero sí sabía que había
dejado atrás una historia con alguien, algo que intentaba superar, y había
accedido a darme tiempo para pasar página mientras él intentaba encontrar a otra persona con quien pudiera ser feliz, si es que yo no me decidía.

Mientras movía la cabeza, tomando aire justo por encima de mi cabello, me lo planteé: ¿cómo sería querer a Jake, sin más?

¿Sabes cuánto tiempo hace que no miraba las estrellas? —preguntó.

Me acerqué un poco más sobre la manta para protegerme del frío: la noche era fresca.

Ni idea.

—Hace unos años un tutor me hizo estudiar astronomía. Si te fijas, verás que las estrellas, en realidad, tienen colores diferentes.

—Espera. ¿Quieres decir que la última vez que miraste las estrellas fue para
estudiarlas? ¿Y por diversión?

Chasqueó la lengua.

Por diversión… Tendré que hacerle un hueco a eso entre las consultas
presupuestarias y las reuniones del Comité de Infraestructuras. Oh, y las de estrategia para la guerra, que, por cierto, se me da fatal.

—¿Qué más se te da fatal? —pregunté, pasándole la mano por la camisa
almidonada. Animado por el contacto, Jake trazó círculos sobre mi hombro
con la mano con la que me rodeaba la espalda.

¿Por qué quieres saber eso? —respondió, fingiéndose importunado.

Porque aún sé poquísimo de ti. Y da la impresión de que eres perfecto en
todo. Resulta agradable comprobar que no es así.

Él se apoyó en un codo y se quedó mirándome.

Tú sabes que no lo soy.

—Te acercas bastante —repliqué. Sentía los pequeños puntos de contacto entre nosotros. Rodillas, brazos, dedos.

Él sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa.

De acuerdo. No sé planear guerras. Se me da fatal. Y supongo que sería un cocinero terrible. Nunca he intentado cocinar, así que…

—¿Nunca?

Quizás hayas observado el montón de gente que te atiborra de pastelillos a diario, ¿no? Pues resulta que a mí también me dan de comer.

Se me escapó una risita tonta. En mi casa yo ayudaba a preparar casi todas las comidas.

Más —exigí—. ¿Qué más se te da mal?

Él me agarró y se colocó muy cerca, con un brillo en sus ojos marrones que indicaba que escondían un secreto.

Hace poco he descubierto otra cosa…

—Cuéntame.

—Resulta que se me da terriblemente mal estar lejos de ti. Es un problema
muy grave.

Sonreí.

¿Lo has intentado?

Él fingió que se lo pensaba.

Bueno…, no. Y no esperes que empiece a hacerlo ahora.

Nos reímos sin levantar la voz, agarrados el uno al otro. En aquellos
momentos, me resultaba facilísimo imaginarme que el resto de mi vida podía ser así.

El ruido de pisadas sobre la hierba y las hojas secas anunciaba que alguien se acercaba. Aunque nuestra cita era algo completamente aceptable, erguí la espalda de inmediato, para quedarme sentado sobre la manta. Jake también lo hizo.

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