El de una semana cualquiera

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La semana empezó peor de lo esperado.

Desde que Amelia saliera de casa de Luisita el domingo por la tarde, no había dejado de echar de menos a la rubia.

Aún así, aguantó todo el lunes sin verla. Necesitaba organizar su semana y estar tranquila en su sofá porque, a pesar de haberse llevado la mayor parte del sábado y del domingo en la cama, no habían descansado y se negaba a afrontar la semana agotada.

El lunes trabajó y lo dedicó para ella, aunque no pudo evitar cruzar un montón de mensajes y una llamada a última hora con Luisita. Y el martes se dio cuenta que 48 horas sin ver a la rubia le parecían una eternidad, así que decidió presentarse en su casa en cuanto cerrase la librería.

Aprovechó que vivía cerca para ir dando un paseo. Solo necesitaba verla y darle un beso para poder irse a su casa tranquila.

Hasta ahí todo bien.

O más que bien, que podría decir Luisita, que se alegró muchísimo cuando la vio en el umbral de su puerta.

El problema vino cuando Amelia despertó la mañana del miércoles demasiado tarde y en una cama que no era la suya. El despertador no había sonado, o lo había quitado sin darse cuenta, así que cuando vio la hora que era, dio un bote y salió pitando de la cama, con un humor de perros. Luisita saltó como un resorte al oír las maldiciones que Amelia soltaba a diestro y siniestro mientras buscaba su ropa y se dedicó, más dormida que despierta, a ofrecerle todas las soluciones que tenía a su alcance. Antes de darse cuenta, Amelia salía de su piso como alma que llevaba el diablo.

La morena llegó a la librería quince minutos tarde y se dio cuenta de lo absurdo de su enfado; nadie iba a echarle la bronca por el retraso porque era su propia jefa. Entonces decidió machacarse pensando en lo mal que había reaccionado al ver lo tarde que era y en lo precipitado de su salida, sintiéndose fatal por Luisita, de la que ni siquiera se había despedido.

Su despertar no había tenido nada que ver con los que habían compartido ese fin de semana.

Miró el móvil, intentando reunir el valor para escribir una disculpa por su actitud; la había despertado entre protestas, murmurando las mil y una razones por las que había sido mala idea quedarse allí a dormir, mientras Luisita esperaba que saliera de la ducha para dejarle y algo de ropa.

Pensaba en qué podía escribirle cuando el sonido de la campanilla la avisó de un nuevo cliente. Dejó el móvil sobre el mostrador y se quedó de piedra al ver a la rubia entrar con una sonrisa tímida y un par de cafés.

—Buenos días —dijo Luisita, dudando, sin saber si acercarse.

Amelia creyó que podía morirse allí mismo y solucionó sus dudas de un plumazo, estrechándola en un abrazo.

—Lo siento mucho, Luisita —habló en su cuello— Me he comportado como una gilipollas.

Luisita le devolvió el abrazo como pudo, divertida por la reacción desproporcionada de Amelia y un poco aliviada al ver que el silencio de la morena no se debía a que la creyera responsable de su retraso.

Le había costado asimilar qué pasaba cuando vio a Amelia despotricando de un lado a otro, pero le bastó mirar la hora para entender el problema y empezar a ponerse en movimiento, ofreciéndole su ducha y algo de ropa. Cuando la morena salió por la puerta, Luisita asumió que su insistencia para que se quedara a dormir había sido la culpable de ese estrepitoso despertar. Por eso, y por las ganas de empezar el día con otro ánimo, no había tardado en prepararse para ir al trabajo, a pesar de que aún le quedaba un buen rato, y llevarle el desayuno a Amelia.

—Perdón por hacerte el lío anoche, tenía que haber dejado que te fuer...

—No, no, no —la cortó la morena, poniendo un dedo en sus labios— Fui yo la que me presenté en tu casa sin avisar.

Siete díasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora