A diferencia del día anterior, decidieron quedar después de comer. Cuando Amelia se quiso dar cuenta, Luisita picaba al porterillo de su piso para que bajara e ir juntas caminando hasta Triana. Hacía buen tiempo y decidieron ir dando un paseo mientras hablaban de su día y Luisita le explicaba lo que verían allí. Triana era uno de los barrios más reconocidos de Sevilla, su ubicación a orillas del río Guadalquivir lo hacía poseedor de historias bastante peculiares. Se trataba de un lugar con encanto, una pequeña ciudad dentro de Sevilla o así había tenido que desarrollarse hasta que en la Edad Media se construyera el primer puente que la unía a la ciudad. Tanto era así que tenía hasta su propia catedral, o así llamaban sus habitantes a la Iglesia de Santa Ana, puesto que en la antigüedad les había resultado muy complicado cruzar el río y llegar hasta la Catedral, habían nombrado esa como la Catedral de Triana.
Todo eso le iba contando Luisita mientras se perdían en sus calles y Amelia no podía hacer otra cosa que embobarse escuchándola porque la rubia hablaba con tanta pasión y dominaba tan bien lo que contaba que era un gustazo oírla.
Recorrieron la calle Betis entreteniéndose con las vistas que les proporcionaba la ribera del río y entretanto Luisita le mencionaba todos los nombres que había recibido el Guadalquivir en sus diferentes épocas. De hecho, Betis había sido el nombre que el río recibió durante la época romana y por eso se le quedó ese nombre a aquella calle que recorría la orilla del río de puente a puente.
Se pararon a tomar café en un bar pequeñito de la Plaza del Altozano, donde el tiempo parecía haberse detenido. A pesar de ser un barrio conocido y haber pasado por unos cuantos bares de moda, aquel sitio era un rincón de lo más tradicional y a Luisita la transportó a la Plaza de los Frutos y así se lo hizo saber a Amelia.
—Este sitio me recuerda al bar de mi abuelo.
—¿Los echas de menos? —Quiso saber Amelia que había notado cierta añoranza en la voz de Luisita.
—Si y no. Echo de menos a mi familia, por supuesto, pero a la vez me siento orgullosa de lo que he conseguido sin depender de ellos. Es raro...
—Ya, al principio es así, luego te acostumbras a vivir lejos de la familia. ¿Tienes pensado volver?
—Si, pero no pronto. Cuando vine a Sevilla necesitaba un cambio de aires y ahora mismo no me imagino volviendo a mi vida de antes, aunque tampoco me imaginaba cogiendo mis maletas y saliendo de allí —dijo encogiéndose de hombros.
Había sido una decisión muy precipitada. Aunque en un primer momento se negó, unos días después se vio con todas sus cosas en el coche, saliendo de Madrid sin ganas de mirar atrás.
—Las vueltas de la vida —apuntó Amelia, a modo de resumen.
Pagaron el café y continuaron su paseo, apenas avanzaron unos cuantos metros cuando Luisita comenzó a explicarle que el edificio que veían, el Castillo de San Jorge, era también conocido como el Castillo de la Inquisición.
Le contó que durante un tiempo fue sede de la institución en Sevilla, aunque ahora no fuese más que un mercado de abastos. Bordearon el mercado y llegaron hasta un pasaje estrecho donde Amelia pudo leer Callejón de la Inquisición y antes de preguntar que era aquello Luisita empezó a hablar.
—Este era el camino que seguían los reos cuando los traían a la cárcel, el Castillo de San Jorge —dijo señalando a su espalda— O cuando les llegaba el momento de su ejecución. Los detenidos sabían que nada bueno les traía venir por este camino, entonces comenzaban a hablar, gritar o llorar, por eso está calle de aquí se llama Callao. Eso era lo que le decían los verdugos a los reos cuando levantaban la voz.
—La inquisición, que simpática siempre —comentó Amelia, que podía imaginarse a la perfección la escena que le contaba Luisita y se le habían puesto los vellos de punta.
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