Ceniza VI. Trampa

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Abandonar a su madre tan temprano no era lo que más hubiese deseado, pero el guardián tenía que cumplir con su deber. En algún remoto lugar del bosque la Bruja Nigromántica estaba aguardando por él.

El bosque no quedaba muy lejos de su aldea natal, por lo que Claythos optó por ir a pie. Debía caminar un largo tramo, pero en menos de dos horas llegaría a su destino. El problema era adentrarse en el corazón de la maleza, en la guarida de todos los seres del Mal.

Emprendió la marcha. Se le hizo conmovedor pisar de nuevo las calles de su pueblo.

Una vez llegó al bosque, se mantuvo alerta. Estaba en territorio enemigo. Cualquier demonio podía atisbar entre los árboles.

Cuanto más se adentraba, más escalofríos sentía. Percibía ojos que lo miraban desde todas las partes de aquel bosque. Incluso debajo de las piedras.

Llevaba caminando durante un tiempo que se le antojó eterno. Hastiado, decidió sentarse en una roca para descansar. Las profundidades eran tenebrosas. Sus oídos captaban sonidos extraños, dignos de los espíritus malignos.

De repente oyó una voz a sus espaldas. El guardián se irguió, sobresaltado. En un solo movimiento preparó su lanza y, amenazante, se dio la vuelta.

—Eh, tranquilo, amigo, que no muerdo.

En frente de él tenía un muchacho que debía rondar su edad. Su pelo era lo que más resaltaba, pues era del color de la nieve.

Claythos dejó de apuntarle con su arma, pero se mantuvo prevenido. No podía fiarse de cualquier desconocido, y mucho menos en medio del bosque.

—¿Quién eres? ¡Identifícate! —espetó el guardián.

—Me llamo Drec. Estaba junto a unos amigos explorando el lugar y me alejé de ellos. Estoy perdido. Los estaba buscando y te encontré aquí.

—¿Cómo se os ocurre entrar en el hogar de los seres del Mal, inconscientes? ¿Acaso desconocéis la clase de criaturas que son?

—Lo cierto es que no lo pensamos mucho. Simplemente queríamos vivir una aventura. Lo siento —se disculpó el llamado Drec.

—Está bien, te ayudaré a encontrar a tus amigos ¿Hace mucho que te distanciaste de ellos? —preguntó Claythos.

—No hace mucho, en realidad. No deben de estar muy lejos —afirmó el joven.

Comenzaron a caminar sin rumbo fijo en pos de los compañeros del inusual muchacho. Claythos no llegó a comprender del todo el por qué unos jóvenes se arriesgarían a entrar en aquel lugar del que, según los rumores, era prácticamente imposible escapar si no eras guardián o cazador.

Pensó que aquel extraño sería un extranjero, ya que, además del pálido tono de su cabello, poseía unos ojos rojos como la sangre.

Entonces, se encontraron en una ruta llena de matojos, silvas, tojos y todo tipo de obstáculos. Se les hacía complicado deambular por aquella zona. Si les atacase un demonio, la criatura estaría en una clara ventaja.

—Quizá se hayan ido sin mí —apuntó Drec.

—¿Crees que te abandonarían sin pensárselo dos veces?

—Supongo que me habrán dado por muerto. Creerán que ahora mismo estoy siendo comido por algún ser maligno.

La rendición del muchacho desalentó al guardián. Pero apenas hubo tiempo para compadecerse. Claythos fue sorprendido por una mujer, que se dirigió hacia ellos corriendo, inmune a las espinas de las plantas y a las raíces de los árboles.

—Drec, ¿qué estás haciendo? —inquirió ella, poniéndose en el medio de ellos dos.

—Eso mismo te pregunto yo a ti. ¿Me vas a echar abajo el plan?

El guardián estaba confuso. ¿Quién era aquella joven?

—Tienes que detenerte, Drec. ¡No es justo que te sirvas de engaños para devorar humanos!

—¿Y qué quieres que haga, Nilo? ¡Tengo hambre! Y paso de alimentarme a base de plantas como haces tú.

Claythos se quedó paralizado. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Los ojos rojos le debían haber dado una pista. Un Degemonio.

—Pero, ¿no lo reconoces, Drec? ¡Es Kalam!

El Degemonio se quedó mudo. Claythos tampoco fue capaz de reprimir una exclamación ahogada. ¿Cómo era posible que aquella desconocida conociera a su padre?

El tal Drec se disculpó y se alejó de ellos.

«¿Qué acaba de pasar?»

—¡Kalam, has vuelto! ¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos? —La joven hizo ademán de sonreír.

—¿De qué conoces a mi padre?

—Oh, vaya, así que tú debes de ser Claythos. Tu padre me ha hablado mucho de ti.

Su voz dejaba ver cierta decepción.

—Eso no responde a mi pregunta.

—Kalam salvó mi vida tiempo atrás. Nos hacía visitas cada año, sin falta. Pero de pronto dejó de venir. Yo estaba segura de que algún día volvería. Y fíjate, aquí estás tú, su hijo.

—¿Nos? —repitió el guardián, todavía confuso.

—¿No lo sabes? A Sena y a mí. Bueno, y también a todos los seres del bosque.

«Mentira, mi padre nunca se acercaría a las criaturas del Mal».

—¿Y quién era ese tal Drec? —inquirió Claythos.

—Es lo que los humanos llamaríais...—se quedó un rato buscando la palabra—...¡demonio! Y además un gran admirador de Kalam. Aunque, después de que dejara de venir, Drec empezó a perder fe en su regreso, y no tardó en abandonar su admiración hacia él. Seguro que, al pensar que tú eras él, sintió una enorme vergüenza y por ese motivo se fue.

Los Degemonios se encontraban entre los seres del Mal más peligrosos, dado que podían adoptar forma humana. Y eran muy buenos en el arte del engaño.

Aun así, lo que al guardián más le preocupaba era lo que había dicho la muchacha «lo que los humanos llamaríais».

—Pero, ¿quién o qué se supone que eres? —preguntó.

—Soy Nilo.

En ese instante, el joven adivinó que sería inútil tratar de sacarle información a preguntas. Si tan bien se llevaba con su padre, tan solo debía fingir que confiaba en ella para descubrir los secretos del bosque. Según lo que le había confesado, vivía en aquel lugar. Quizás conociese a la Bruja Nigromántica.

—Encantado, Nilo. Yo soy Claythos. Gracias por salvarme de una muerte segura.

—No hay de qué, hijo de Kalam. Si quieres, puedo llevarte a la cueva para hablar sobre él.

El guardián no soportaba que la extraña se refiriese a lugares y personas como si él los conociese, pero tal vez podría usar eso en su favor.

Caminaron hasta la cueva de la que hablaba Nilo. Se hallaba en pleno corazón del bosque. Durante el camino no pudo parar de fijarse en el cabello de la muchacha. Era de un castaño encendido como el fuego. Una suerte de rojizo claro. La sorpresa de Claythos iba en aumento, junto con sus sospechas.

—¡Sena! ¡Mira quién ha venido! —exclamó la joven.

—¿Qué quieres, Nilo? —soltó una voz femenina.

La sombra de una mujer salió de las entrañas de la cueva. Claythos pudo percibir, entreviendo a través de los escasos rayos de luz que quedaban y que no tardarían en abandonarlo, la silueta de una chica poco mayor que él. Vestía un vestido marrón como el tronco de los árboles. Y unos cabellos de un tono tan rojizo, que al guardián le pareció que el fuego descansaba entre sus mechones.

«Lo sabía. Son brujas».

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