Ceniza XII. Herida

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Sena no podía dejar de sentir preocupación por su hermana pequeña. Era cierto que Nilo podía cuidar de sí misma, pero era tan inocente que temía que cometiera alguna locura.

Si querían hallar el artilugio debían pasar por todo tipo de lugares posibles, eso incluía andar durante el día entre la multitud. La bruja sujetó su velo con fuerza. El viento le podía jugar una mala pasada.

—Es una lástima que debas ocultar esa resplandeciente melena —comentó su lacayo.

—¡Cállate, humano! —exclamó ella— ¿Es necesario que vayamos a la fiesta? —inquirió en un tono menos agresivo.

—No podemos descartar la posibilidad de que el objeto se encuentre ahí. Además, no creo que haya ningún problema en tomarnos un descanso y divertirnos un poco.

Claythos rio. A veces la bruja no podía llegar a comprender que aquel insensato guardián fuese hijo de Kalam, el mismo hombre que le había demostrado que no todos los humanos eran tan malos como pensaba.

Nunca hubiese imaginado que se vería a ella misma en una festividad llena de guardianes, cazadores y demás seres humanos.

«La Ceremonia de la Esperanza. ¿Qué clase de esperanza hay en exterminar a seres vivos por el simple hecho de ser diferentes?».

La Bruja Nigromántica agarró el velo que le cubría sus pelirrojos mechones con más fuerza. Sintió el tacto de una mano tocando su piel. Se giró, sobresaltada.

—Tranquila, soy yo —dijo su sirviente—. Estás muy tensa. Relájate.

—¡No me toques! —ordenó Sena, en tono intimidante.

—Escucha, mi señora, el velo está bien sujeto. No tienes de qué preocuparte.

—Escúchame tú, siervo. Estoy rodeada de asesinos. ¿Cómo quieres que no me preocupe?

La luz del sol empezaba a marear a la bruja, quien apresuró a Claythos para poder irse de allí cuanto antes.

La música inundaba el ambiente y Sena vio cómo su sirviente se ponía a bailar al son de las cítaras, los laúdes y las mandolinas.

—¿Qué estás haciendo, Claythos? —La pelirroja muchacha no pudo evitar las ganas de reír ante la ridícula danza de su compañero de viaje.

—¿Te acuerdas de la jakta, mi ama?

—¡No pienso bailar así! —espetó.

—Entonces, cambiemos de baile —propuso el guardián.

Claythos se acercó a Sena. Su mano derecha se posó en la mano izquierda de su acompañante, mientras que su otra mano abrazaba la cintura de la mujer.

La bruja no supo cómo reaccionar. Por un momento, dejó la mente en blanco y se dejó llevar por la situación. Recordó los tiernos movimientos de su hermana. Un, dos, tres. Un, dos, tres.

Su mirada se detuvo en la barba de su lacayo, la cual había crecido en aquellos dos años que llevaban conviviendo juntos en la cueva. Sintió cómo le invadía el deseo de tocarla. Su mano acompañó a sus pensamientos. Sus delicados dedos rozaron el áspero pelo que ocultaba el mentón del hijo de Kalam.

—Mi señora... —murmuró él.

Sena paró en seco, un tanto avergonzada.

—Lo...lo siento —se disculpó—. No sé por qué lo he hecho. Ni siquiera sé en qué estaba pensando.

—Creo que tengo la respuesta a ese misterio —afirmó el joven.

El hombre acercó su rostro al de la bruja. Sena, todavía sin saber cómo debía actuar o qué debía hacer se quedó quieta en el mismo lugar. Sus ojos se cerraron a la par que los de su compañero.

—¡Claythos! —exclamó una voz.

El guardián y la Bruja Nigromántica abrieron los ojos como platos y se soltaron al unísono.

Un muchacho que debía de rondar la edad de Claythos se acercó a ellos. Llevaba una lanza.

«Un guardián», adivinó Sena, entrecerrando los ojos.

—¡Segte!¡Cuánto tiempo! —saludó el sirviente de la bruja.

—¿Cómo es que no has vuelto todavía? ¿Se encuentra bien tu madre?

—Sí, sí. Está todo bien. Es solo que... necesitaba algo de tiempo para ganar fuerzas —se excusó.

—Entiendo. Pues no veas cuántas cosas te has perdido en tu ausencia. ¿Sabías que Caeran pronto será condecorado cazador? —El guardián que se hacía llamar Segte dirigió una mirada a Sena.

—¿De verdad? Dale la enhorabuena de mi parte. — Claythos dio un paso hacia delante, interponiéndose entre ambos.

—Shirfain decidió graduarlo cuando se presentó en su despacho con la cabeza de un Degemonio. Yo mismo vi con mis propios ojos cómo lo mató. Estábamos en una ronda nocturna y...

A la bruja se le revolvió el estómago al pensar en Drec. Se le escapó una náusea.

—Bueno, ya me lo contarás otro día. Ahora tengo que volver a casa —cortó el siervo.

—De acuerdo, colega. Ya nos veremos. Ah, por cierto, ¿quién es tu amiga? —quiso saber el guardián.

—Es...la hija de una vecina.... De vez en cuando le hace una visita a mi madre y le lleva comida —mintió Claythos.

—Pues, encantado, yo me llamo Segte —se presentó, dándole un beso en la mano a Sena.

—Diska —dijo la bruja.

Segte guiñó un ojo a la Bruja Nigromántica antes de dar media vuelta y volver por donde había venido. El lacayo suspiró.

—Pensaba que no se iba a ir nunca...

—¿Esa es la clase de amigos que tienes? ¿Asesinos que no valoran la vida?

Sena echó a correr sin volver la vista atrás. No tenía ganas de mirar la cara de Claythos.

El guardián la siguió. La bruja escuchaba los gritos de su acompañante.

—¡Espera! No es eso. Yo...

La Bruja Nigromántica sentía cómo sus mejillas se humedecían.

«Lágrimas..., ¿por un humano?».

De repente, Sena percibió miles de miradas a su espalda. Se llevó la mano a la cabeza, solo para comprobar que se le había caído el velo.

No se atrevía a dar la vuelta. Su cuerpo no le permitía moverse. Le temblaban las piernas. Sabía que había sido un error el haber acudido a una fiesta llena de guardianes y de cazadores de...

—¡Bruja! —soltó una voz.

La Bruja Nigromántica giró el cuello. Alguien se acercaba empuñando una espada. De hierro.

Sena cerró los ojos, impotente. Había llegado su hora.

«Nilo».

Notó unos brazos que la abrazaban con fuerza por la espalda, pero no el impacto del arma en su cuerpo.

Escuchó con horror una exclamación ahogada. Abrió los ojos.

—¡Claythos!

Contempló estupefacta a su siervo que se retorcía de dolor a causa de la espada que tenía clavada en el costado. A pesar de todo, permanecía agarrando a la bruja.

—Vá...mo...nos —tomó aire con dificultad—...de aquí.

La multitud se les echaba encima. La mujer obligó a sus piernas a moverse y a sus brazos a cargar con su herido compañero.

Tras una larga persecución en la que parecía que los cazadores que les pisaban los talones obtendrían la victoria en cualquier momento, consiguieron esconderse en un callejón.

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