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Nos casamos el fin de semana del Día de los Caídos, en la cabaña de la familia de Jorge, en Maine.

Habíamos hablado de celebrar la ceremonia en Praga, pero no era una perspectiva realista. Cuando nos resignamos a casarnos en Estados Unidos, Jorge quería hacerlo en Los Ángeles.

Pero, por alguna razón yo no podía pensar en otro lugar que no fuera Nueva Inglaterra. Ese impulso me sorpendió.

Había pasado mucho tiempo explorando otros sitios, esforzándome por escapar de allí.

Pero en cuanto logré poner distante entre el hogar en el que me había criado, empecé a apreciar su belleza.

Comencé a verlo con los ojos forasteros; tal vez porque me había convertido en uno de ellos.

Así que le dije a Jorge que creía que deberíamos casarnos en el hogar de nuestra infancia, en primavera. Y aunque me costó un poco convencerlo, al final aceptó.

Y enseguida tuvimos claro que el lugar más práctico para hacerlo era la cabaña de sus padres.

Mis padres, por supuesto, estuvieron encantados. En cierto modo, creo que en la noche que acabé en la comisaría y el día que los llamé para decirles que nos íbamos a casar en Nueva Inglaterra tenían mucho en común.

En ambas ocasiones, había hecho algo que mis padres no se esperaban de mí, y les sorprendió tanto, que cambió al instante nuestra relación.

En el instituto, hizo que empezaran a sospechar de mí.

Creo que eso tenía más que ver con la detención que con el alcohol. Y que empezara a salir con el chico con el que me detuvieron lo empeoró todavía más.

Para ellos, pasé de ser su niñita preciosa a una gamberra de la noche a la mañana.

Y la boda, dejé de ser una mujer independiente y trotamundos y me convertí en una hija pródiga que regresaba al hogar.

Mi madre se ocupó de la mayoría de los detalles, coordinando todo con los padre de Jorge, reservando un lugar junto al faro, a poco más de un kilómetro de distancia de la cabaña y elegiendo la tarta de bodas cuando Jorge y yo no pudimos acudir a la prueba de degustación.

Mis padre nos ayudó a negociar los precios con un hostal que había muy cerca de la cabaña, donde celebraríamos el banquete.

Vania se había casado con Mike hacía  solo nueve meses y nos dejó los arreglos y los manteles de su boda.

Livie voló desde Chicago, donde vivía, hasta Los Ángeles para organizar mi despedida de soltera más salvaje y otra fiesta más discreta y elegante con mi familia y amigas más íntimas.

Se pilló una borrachera antológica en la primera y se puso un vestido recto y una pamela en la segunda.

Además, fue la primera en llegar el fin de semana de la boda, demostrando que jamás hacía nada a medias.

Desde que no fuimos a la universidad, nuestra amistad se había ido afinando en la distancia, pero nunca conocí a otra mujer que significara tanto para mí como ella. Nadie me hacía reír como Livie.

Así que mi amiga de la infancia continuó siendo mi amiga, a pesar de los muchos kilómetros que nos separaban.

Por eso quise que fuera mi dama de honor principal.

Durante un breve lapso, mis padres se mostraron reacios a aceptar que Vania y yo no nos hubiérmos elegido la una a la otra para un papel tan fundamental, pero ambas fuimos dama de honor generales en la boda de la otra y eso pareció contentarles.

Los dos amores de mi vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora