7

181 2 1
                                    

...

La última vez que vi a Jorge llevaba un jean azul marino, unas zapatillas Vans y una camiseta gris jaspeado. Era su atuendo favorito. Lo había lavado el día anterior para poder ponérselo.

Era la víspera de nuestro aniversario de boda. Había conseguido un encargo por mi cuenta para escribir un artículo sobre un hotel nuevo en el valle de Sanna Ynez, al sur de California.

Aunque un viaje de trabajo no es precisamente la forma la romántica de pasar un aniversario, Jorge iba a venir conmigo.

Celebraríamos nuestro primer año de matrimonio recorriendo el hotel, tomando notas sobre la comida y haciendo una visita a uno o dos viñedos.

Pero a última hora, un antiguo jefe le pidió a Jorge que fuera con él para un rodaje de cuatro días en las Islas Aleutianas.

Y, a diferencia de mí, mi marido nunca había estado en Alaska.

-Quiero ver glaciares.-Me dijo.-Tú ya los has visto, pero yo no.

Recordé como me había sentido al contemplar algo tan blanco que parecía azul, tan grande que hacía que te vieras como una partícula diminuta a su lado, tan tranquilo que olvidabas la amenzana medioambiental que presentaba.

Entendí por qué quería ir. Pero también supe que, si hubiera sido yo, hubiese dejado escapar la oportunidad.

En parte porque estaba cansada de viajar. Jorge y yo nos habíamos pasado casi diez años aprovechando cualquir ocasión que nos representaba para subirnos a un avión o a un tren.

Yo trabaja en un blog de viajes y también escribía por mi cuenta para otros sitios, haciendo todo posible para que me publicaran en medios cada vez más importantes.

Me había vuelto toda una profesional en atravesar puestos de control de seguridad y reclamaciones de equipaje.

Tenía tantas millas acumuladas a mi nombre, que podía volar gratis a cualquier parte del mundo que quisiera.

Y con esto no estoy diciendo que viajar no fuera maravilloso o que nuestra vida no fuera increíble. Porque lo era.

Había estado en la Gran Muralla China, subido por una cascada en Costa Rica, probando una pizza en Nápoles, un Strudel en Viena y el puré de patatas en Londres. Había visto la Mona Lisa y el Taj Mahal.

Había tenido algunas de mis mejores experiencias en el extranjero.

Pero también había vivido momentos estupendos en casa.

Inventar cenas baratas con Jorge, caminar por la calle por la noche para tomar un helado, levantarlos temprano los sábados para ver entrar el sol por la puerta de cristal.

Había basado mi vida con la idea de que quería conocer todos los lugares que fueran extraordinarios, pero me había dado cuenta de que cualquier lugar podía ser extraordinario.

Y estaba empezando a anhelar una oportunidad para echar raíces en algún lado y no tener que apresurarme a subir a un avión para volar a cualquier otra parte.

Acababa de enterarme que Vania estaba embarzada de su primer hijo. Ella y Mike se estaban comprando una casa cerca de Acton.

Todo apuntaba a que se haría cargo de la librería. La hija de los libreros estaba a punto de alcanzar su máximo potencial.

Pero lo que más me sorprendió fue que tuve la ligera sensación de que su vida quizá no era tan mala.

No se pasaba todo el rato haciendo y deshaciendo maletas. No tenía que comprar un cargador de móvil cada dos por tres porque se le había olvidado a miles de kilómetros de casa.

Los dos amores de mi vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora