Capítulo 2

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Uno. Dos. Tres.

Los golpes rompen tan rápido que apenas puedo contarlos.

Uno. Dos. Tres.

Por Alá, por la virgen, por todos los dioses de todas las religiones; por favor que nadie abra. Que Esther haya salido, que esté dormida, que la haya arrollado un auto.

Uno. Dos. Tres.

Prometo portarme bien, no volver a robar, no huir de casa, hacer oración sin maldecir, prometo... Maldita sea.

La puerta que se abre revela a una hermosa mujer con un hiyab rosa. Sus harapos dan a entender que estaba ocupándose de las labores de la casa. Ella repara en todos los hombres que me rodean junto con una multitud enfurecida, lista y dispuesta para colgarme.

Entonces sus ojos caen sobre mí, y no puedo hacer más que encogerme ante ella. Una rebelión contra Esther me haría quedar como estúpida en vez de valiente o temeraria.

Maldita la hora en que esa señora apareció en el mercado con los bollos. Maldito Jacome Bagdad y su padre, que me atraparon hurtando en el puesto. Y bendita mujer, que no aceptó que me cortaran la mano en medio del mercado.

—Mi nombre es Amira —la mujer de los bollos da un paso al frente ganándose la atención de Esther. —Y estoy aquí porque su hija entró en mi casa y se atrevió a hurtar mis alimentos. Su hija nos ha robado a todos nosotros.

—Ella no es mi hija —reprochó en respuesta sin mirarme.

—¡Además de ladrona, mentirosa! —aquel comentario volvió a encender a los presentes.

—Nunca dije que ella fuera mi madre —me atreví a hablar por primera vez desde que supliqué por mi mano. —Solo dije que vivía aquí.

Un comentario que a nadie interesó. A empujones me hicieron entrar al patio de la casa, donde Esther y Amira removieron entre mis prendas y en mi bolso buscando las pertenencias ajenas.

Distintas joyas, accesorios como relojes y lentes, bolsitas llenas de monedas y carteras con más dinero; todo expuesto en el suelo.

—Desaparece de mi vista —Esther me tomó del brazo y me dirigió sin un ápice de cuidado al umbral de la casa.

Ella se volvió para dar la cara en mi nombre y yo me adentré entre al corredor principal. Al llegar a la sala, cinco niños de entre los siete y diez años se asomaban por la ventana viendo todo el caos que había provocado. Ni siquiera se percataron de mi presencia. Los pasé de largo guiándome al otro corredor, el que llevaba al comedor. La hora de la comida aún no pasaba, por ende, estaba casi vacío. Casi.

Por lo general, las tareas de la casa únicamente se reparten entre las mujeres, mientras que los niños mayores de quince años salen a los alrededores a ser ayudantes o aprendices para futuros trabajos.

Se cree que a esa edad ya nadie querrá adoptarlos y por ello deben salir al mundo a trazar su futuro. Una mentira cruel que alberga ilusiones en muchos de nosotros, porque todos aquí sabemos que nadie nunca adoptaría a un niño mayor o a un adolescente. Siempre vienen por los bebés, y eso si tienen suerte. Nunca nadie adopta, nunca nadie viene a buscarnos.

El Camello —así es como se hace llamar —es quien ahora pule y encera la encimera de la cocina. Por el aspecto que trae asumo que no es la primer tarea que realiza en el día; está sudado y su playera gris está llena de cochambre, grasa, y con manchas de dudosa procedencia.

El mes pasado cumplió quince años y no ha encontrado su lugar en el mundo, por lo que Esther lo ha mantenido ocupado reparando cosas de la casa, como la podadora, la estufa, y los bombillos.

El que haga cosas de mujeres me sorprende, pero me agrada que lo haga. Siempre que el Camello me encuentra haciendo quehacer tiende a complicarme el trabajo, y hoy tengo la oportunidad de devolvérselas todas.

A unos pasos cerca suyo encuentro una cubeta, dentro hay un trapo sucio y roto, el agua también está sucia. Sería una lastima que todo su trabajo se volviera nada en cuestión de segundos...

El impacto del agua que le da en la cara lo hace retroceder y caer sobre su espalda. La tierra se le pegó a la ropa terminando de ensuciar lo poco que quedaba de limpio. El restante de la cubeta lo arrojo a la vieja nevera y a la oxidada estufa que parecía ya estar limpia.

Con una sonrisa de suficiencia, lanzo la cubeta vacía a sus pies y salgo del comedor, ahora sí dirigiéndome a la habitación. Esperaba que viniera tras de mí, gritando y maldiciéndome como lo ha hecho en anteriores ocasiones, pero en esta no.

Es raro, pero no me importa.

Corro la cortina y la acomodo para que oculte la habitación. Es grande, pero con las seis camas que hay pareciera todo lo contrario. Las niñas más pequeñas comparten cama, durmiendo dos o hasta tres en una sola. Las mayores duermen en el suelo para darle oportunidad a las demás de descansar.

Ubico mi cama en medio de todas y me dejo caer de espaldas. No es cómoda, pero seguro es mejor que dormir en frio piso de tierra.

La adrenalina que sentí hace poco más de una hora se ha esfumado por completo, tampoco siendo miedo a las represalias que tomará Esther, ni de que el Camello vaya a llorarle de lo que le hice. No siento nada, me siento como si estuviera ausente. Estoy aquí, pero es como si yo no fuera real.

—¡Jade! —a lo lejos escuche a alguien llamarme.

Abrí los ojos, ni siquiera me di cuenta en qué momento los cerré, ¿me dormí, por cuánto tiempo?

—¡Jade! —la voz destila enojo, y cada vez está más y más cerca de la habitación.

Ahora sí siento el miedo.



Countdown: 12 amDonde viven las historias. Descúbrelo ahora