Sin retorno

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Un capítulo un poco largo. Disfrútenlo. ❤️


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Siempre es más importante conservar las apariencias, hacerle saber a las personas de tu alrededor que te encuentras normal: que tu día va aburrido, seguido de la rutina. Algo tranquilo. Quererte hacer el importante pensando que esos egoístas te regalarán tres segundos de su vida para prestar atención y ver si tu sonrisa es falsa, si tu compañía te hace sentir cómoda o si hay algo que te hace sentir mal. Habrá quién repare en tu ropa, en tus accesorios, pero no alguien que analice tu expresión corporal. Eso es algo que al parecer Esther no sabe, o no quiere entender.

Ella, a pesar de haber adoptado las culturas y religiones musulmanas, sigue siendo una monja cristiana. No pertenezco ninguna de esas dos, y ni me interesa, lo que sí sé, es que uno de los mandamientos escritos por Dios dice: amarás a tu prójimo como a te amas a ti mismo.

Y eso es lo que le hace ver a todos aquí, a pesar de que nadie repara en nosotras. Estamos avanzando por la avenida, los carros van y vienen, la gente pasa y algunos saludan a la dulce Esther.

Todos ellos ven una mujer entregada a Dios llevando a casa a una niña que parece asustada manteniéndose oculta tras de ella, llevándola de la mano y dándole ánimos para que deje de llorar. De vez en cuando voltea de reojo y me regala sonrisas falsas.

Me gustaría modificar ese mandamiento: amarás a tu prójimo como te amas a ti mismo siempre y cuando haya testigos de ello.

Al llegar a la casa, una vez cerrada la puerta, arremete un golpe contra mi mejilla. Tal fue la sorpresa del impacto que me mandó al suelo.

Esta mujer no teme que los trabajadores sociales se enteren del maltrato que imparte conmigo, a menos que a ellos tampoco les interese lo que pasa dentro de estas cuatro paredes. Nadie me creería si acuso a una monja de maltrato.

Amarás a tu prójimo como te amas a ti mismo siempre y cuando haya testigos de ello; en privado nadie podrá juzgarte por tener el alma tan podrida.

Me arranca el hiyab y empuñando mi cabello, me grita lo estúpida que fui por intentar huir mientras me conduce arrastras a la habitación. Al aún ser menor de edad, ella es responsable de mí, y si no me hubiera encontrado ahora tendría un sinfín de problemas.

Debí largarme y que mi muerte valiera para algo bueno.

—Iré a hablar con los trabajadores sociales —me informa antes de soltarme, —les voy a decir que saliste a despedirte y que por eso nadie te encontraba. Mientras, quiero que te quedes aquí y esperes a que vengamos por ti.

Corrió la cortina de la habitación y escuché sus pasos perderse por el pasillo. Todas las camas ya estaban tendidas, la ventana estaba abierta dejando ver la pared gris de la casa vecina. No tiene caso intentar escapar de nuevo. Roque y su familia ahora están muertos, si cuento con suerte, podré irme con los trabajadores sociales antes de que El Camello se entere y me mate, o peor aún, me obligue a irme con esos asesinos.

Sentada en mi cama y viendo el gris por la ventana, escucho entrar a las niñas, pero no les presto atención. Pasan varios minutos donde van y vienen, luego se escuchan las voces de los chicos que han llegado de la escuela o de su trabajo.

No hablo ni miro a nadie, tampoco abandono la habitación, ni siquiera cuando Esther nos llama a todos para sentarnos a comer. El hambre ha dejado de importarte, ahora me alimento con la culpa.

Countdown: 12 amDonde viven las historias. Descúbrelo ahora