La que nadie debe ver

715 54 19
                                    

MARÍA

Estaba dormida sobre mi costado derecho, con las piernas semiflexionadas y mi brazo derecho debajo de mi almohada, cuando sentí unos brazos aprisionar mi cintura y atraerme al cuerpo fornido del hombre en mi cama.

Quien me abrazaba era nada más y nada menos que Ciel Phantomhive, el perro guardián de la reina. Yo era su amante.

No voy a decir que esperaba Ciel se enamora de mí, se casara conmigo y me sacara de la pobreza. A decir verdad una relación así de íntima no estaba en mis planes iniciales, pero justo ahora no me molestaría obtener algo como eso.

Yo vine a él con un único objetivo, uno que se perdió en el camino del juego de la seducción y el deseo que se estableció entre nosotros. A pesar de que yo vine a Ciel para llegar a mi objetivo, me enamoré en el camino, perdiendo de vista mi meta y dejando mi alma en pedazos.

Ciel cada noche venía a mí y cada mañana se iba sin mí. Él siempre me dejaba sola. No se podía evitar, él era un Conde y yo sólo una pobre huérfana. Además él estaba comprometido.

Nosotros sólo podíamos ser amantes en lo escondido, donde nadie nos viera, entre las sombras, donde nadie se enterara de que ese noble hombre de diecinueve años se codeaba con una campesina cualquiera de diecisiete.

A mí no me disgustaba del todo esta relación, al menos no al principio. Al principio él sólo era un escalón hacia mi objetivo. Pero cuando me enamoré de él quería cada vez más poseerlo completo. Después de todo, ser posesiva era parte de mi naturaleza. Yo cada día lo quería más y más sólo para mí.

Cuando abrí los ojos esa mañana él de nuevo ya no estaba. Él de nuevo había desparecido dejándome atrás sin ningún miramiento. Confirmando eso que por demás yo sabía, él solo me usaba para satisfacer sus necesidades sexuales.

Inspiré profundo y perdí la mirada en la ventana que comenzaba a dejar pasar los sonidos de una ciudad recién levantada. Escuché mi puerta abrirse y, a sabiendas de quien entraba, cerré los ojos fingiendo dormir.

—Vamos nena no seas así —se quejó un rubio de descarada sonrisa—. Un besito para tu amado —pidió dejándose caer a mi lado en esa cama. Y casi de inmediato se levantó de donde había caído—. Otra vez dormiste con él —vociferó molesto.

Yo no respondí, sólo me levanté de la cama para dirigirme al baño. Pero Alois me atrapó por la espalda y mordiendo mi hombro dijo algo que, aunque sabía perfectamente, me dolía tener que escuchar.

—Él nunca se te amará. —dijo recordándome lo que sabía, lo que no perdía de vista y lo que más odiaba y me dolía en esta vida.

—Idiota —me quejé y me fui a bañar, pues los de mi clase social vivimos bajo la ley "El que no trabaja no come" y ni siquiera yo podía vivir sin alimento.

Cuando salí de bañarme Alois seguía en mi cama, pero esta vez en mi lado de la cama.

—Si aceptaras vivir conmigo no tendrías que hacer todo esto —dijo—, ni siquiera sufrirías por el Conde idiota. —suspiré. No discutiría esto con él, no de nuevo. Así que sólo me despedí pidiendo: —Cierras cuando te vayas. —Alois suspiró saliendo tras de mí. Después de todo no tenía a que quedarse. Él solo iba allí por mí, aunque suene bastante arrogante.

Con Alois tras de mí caminé cerca de quince minutos hasta mi trabajo. Yo era mesera en un restaurante en la plaza del pueblo. Era un buen trabajo. Un restaurante de clase alta donde sólo la nobleza se reunía, y aunque el ambiente era terrible las propinas eran algo muy bueno.

Muchos de los días en que yo laboraba Alois se pasaba el día entero en el establecimiento sólo para quedarse conmigo. Él me amaba, o al menos era lo que no paraba de repetir. Pero por mucho que yo le quisiera a él y que a él le molestara, yo no dejaría a Ciel, pues lo amaba.

Ese día Alois se quedó de nuevo en el restaurante por todo el día. A las seis que salí me llevó a un musical que ponían en escena en el teatro de la ciudad. Allí me encontré con el que siempre me dejaba en las sombras, paseando a plenas luces de la mano de su prometida Elizabeth.

Mi ceño se frunció. Estaba dolida, celosa y, tal vez, envidiosa de que ella pudiese caminar a su lado por las calles; de que ella pudiera presumir al mundo que ese que yo amaba era su hombre.

Apreté la mano de Alois Trancy y le pedí que me sacara de ahí antes de que nada pasara. A mí nada me costaría matar esa rubia, por el contrario, contener mis deseos de hacerlo era lo que me estaba costando.

Cerca de una hora después llegamos a mi casa. Pedí al que me acompañaba hasta la puerta que esperara por mí y subí por las pocas cosas que poseía para aceptar la oferta que Alois nunca retiró de la mesa. Dejando todo atrás, con todo el dolor de mi alma, me fui abandonando también la esperanza de algún día estar con Ciel.


Continúa...



SOMBRAS DOLOROSASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora