II: El hombre vestido de pianista

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Notas inescuchables inundaban el teatro, para el deleite de un público invisible. El centro del escenario estaba ocupado por un enorme piano negro y sentado en la banqueta, el pianista, ataviado con un traje de frac y un sombrero de copa; sus brazos se movían frenéticos sobre las teclas, pero no habían manos que las presionaran, nunca volvería a sentir esa superficie lisa bajo las yemas de sus dedos.

En su mente enajenada sonaba una melodía nostálgica. La canción, cada vez más desesperada llegó al clímax y la fuerza de las notas disminuyó hasta una caricia delicada, similar al gesto postrero ofrecido a alguien que se quiere mucho y no se volverá a ver.
El pianista se levantó, cerró, por última vez, la tapa del instrumento con el muñón derecho y le dirigió una reverencia a su público fantasmal.

Una traicionera lágrima se escurrió del ojo y cayó en el suelo de madera.
Y entonces el hombre —ya no el pianista— descendió por las escaleras del escenario, dejando para siempre marcadas sus huellas.

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