IV: Los demonios en la madrugada

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— ¡Mamá!. ¿Puedo salir a jugar al jardín?—preguntó un niño de unos ocho años a su atareada madre.

— Cariño, está a punto de anochecer y sabes que en la noche no podemos salir —respondió la mujer, concentrada en trocear unas zanahorias para la cena.

— Pero mamá, solo será un ratico —replicó.

— Te dije que no, ya no insistas —el tono de la madre subió unas octavas y dirigió una dura mirada a su hijo.

El pequeño regresó a su habitación, obedeciendo sin quejas ante el regaño, pero en el resto de la tarde no pudo dejar de preguntarse: ¿por qué no podían salir de noche?.

Recién ahora  le resultaba extraño, no obstante, en toda su vida no recordaba un momento en que sus padres o él estuviesen fuera de la casa cuando el Sol se escondía en el horizonte, jamás salían siquiera al portal o al patio.

Esa noche cuando los adultos se hubieron acostado, el hijo se levantó, acomodó el peluche de dinosaurio bajo las sábanas y salió al patio de la casa por la ventana del cuarto.

Notó la disminución de la temperatura al instante, y comenzó a escuchar los chirridos y silbidos de insectos que no pudo identificar, pero no parecía haber ningún peligro. La luna y las estrellas iluminaban el vecindario, permitiendo que el explorador viera todos los rincones. El niño se hinchó de valentía y se atrevió a salir a la calle.

No había nadie además de él. Caminó calle abajo, hacia el mercado cercano al que acompañaba a la madre los fines de semana. En su recorrido se encontró a un perro callejero, flaco y con un bulto anormal en el costado, que comenzó a seguirlo tímidamente.

Dobló en la esquina y llegó rápidamente a su destino. Seguía sin encontrar nada interesante ni peligroso.

La culpa de la desobediencia se incrementó y decidió volver a su hogar antes de que lo descubrieran. En el instante en que se volteó para deshacer sus propios pasos una figura humana dobló la esquina por la que hacía unos minutos había pasado él.

El pequeño se escondió detrás de unos arbustos que adornaban la entrada del mercado. Esperando a que se acercara, para verlo mejor.

La figura avanzó rápidamente; era mucho más alta que cuelaquier persona común, tenía la piel tan negra como el carbón y las extremidades demasiado largas y delgadas.
Cuando pasó frente al mercado, sin dejar de mirar al frente, el niño pudo detallar la cabeza alargada y calva del extraño ser, adornada por un rostro de ojos juntos, nariz grande y labios finos; iba completamente desnudo.

El gigante detuvo su paso y se dió la vuelta; el niño se pensó descubierto y sintió el corazón acelerarse, sin embargo el ser agachó un poco la mano y esperó pacientemente a que el perro callejero saliera de su escondite en las sombras, moviendo lentamente la cola, se dejó acariciar por la mano huesuda y negra.
El chiquillo calmó el ritmo de su corazón, inundado de ternura y se atrevió a salir de su refugio, captando la atención del gigante.
Se acercó con cuidado, expectante.

— Hola —dijo una vez frente a él. —¿Qué eres?.

El ser no contestó, solo lo miraba fijamente. La curiosidad del chico aumentaba. El perro agitó la cola más intensamente.

—¿Cómo te lla... —se vio interrumpido por la repentina huida del perro, provocada por el bullicio de un grupo de muchachos que aparecía por la esquina.

—Vete —sonó una voz entrecortada y aguda, proveniente de una boca no acostumbrada a hablar.

—¿Por qué? —el niño estaba confuso, los muchachos se acercaban.
La mano larga y esquelética empujó con esfuerzo al chico de regreso a su escondite, ya estaban demasiado cerca.

Los jóvenes, al ver al gigante, incrementaron el volumen de las risotadas. El niño se apretujó entre las ramas alarmado y el ser se mantuvo inalterable, contemplando a los nuevos humanos que se acercaban.
Entonces dos chicos se adelantaron a los demás, unos de ellos le pasó al otro el extremo de una cuerda y comenzaron a correr, alentados por los otros. Pasaron a ambos lados del gigante, derrivándolo con la cuerda. El cuerpo cayó lentamente, primero las rodillas tocaron el suelo, luego los brazos, que no opusieron ninguna resistencia, y, finalmente, el costado de la cabeza chocó con el asfalto provocando un horrible crujido, similar al sonido magnificado de un huevo rompiéndose.

El rostro del gigante quedó mirando al pequeño asustado tras el arbusto, pero la cara no reflejaba miedo, sino una seguridad y tranquilidad aterradoras.

El brillo de los ojos juntos desapareció poco después, mientras los asesinos festejaban la cruenta hazaña, alabados por los cómplices, caminado sobre el cadáver moribundo, bajo sus pies, el horrible chasquido de los frágiles huesos.

Los monstruos se marcharon solo después de que el cuerpo inerte dejó de sangrar.

Desaparecieron en la distancia risueños, ruidosos, en busca de la próxima víctima.

El pequeño se acercó al cuerpo del gigante tembloroso y le cerró los ojos, manchándose la mano de sangre.

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