VI: Caricias

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El sol desaparecía en el horizonte, las sombras devoraban todo lo antes acaparado por la luz en nombre del día. Los desafortunados perros famélicos buscaban resguardo en la oscuridad, las cigarras tomaban las calles desiertas como escenario.

Todos los niños dormían a salvo en los hogares, protegidos por los padres, todos excepto uno.

Una pequeña niña, con el cabello despeinado, un delicado vestido de rayas desteñidas y los pies desnudos  daba empujoncitos a un columpio oxidado en un parque infantil. Sentado en el columpio estaba un conejo de peluche, tan desaliñado  como la dueña.

Las sombras crepitaban alrededor, inquietas y curiosas.

—¿Por qué no sales de ahí? —dijo la niña en dirección a la sombra más oscura, bajo el tobogán —. No te haré daño.

La oscuridad se expandió protectoramente.

—No me asustaré, ya no tengo miedo. Sal, por favor, siempre juego sola —suplicó
La sombra abrió paso a quien protegía con recelo, resignada, expectante...

Un hombre desnudo salió entonces a la escasa luz, con el cabello largo y enredado. Los brazos salían de su cuerpo en todas direcciones, excepto de los lugares correctos.

El rostro, de ojos grandes y observadores, mostraban todo lo que la ausencia de boca no permitía expresar: temor, curiosidad, esperanza...

La niña se acercó lentamente y tomó con ternura la mano de él, acercándolo al columpio. Agarró su peluche y mostrándoselo dijo:

—Este es Alberto, estamos felices de jugar contigo hoy —y susurrando junto al oído completó —. Fue su idea llamarte —mintió.

El hombre tomó el peluche con una de sus tantas manos, acarició el lugar donde una vez estuvieron las orejas y ahora solo quedaban hilos colgantes, miró a la niña con tristeza.

—No te preocupes por Alberto, no necesita que lo reparen —expresó ella contenta, sentándose en un columpio y palmendo el que estaba a su lado.

Los ojos de él brillaron, por primera vez su corazón se retorció de aceptación, por primera vez tenían verdadera compañía.

—¿Alguna vez has jugado al pón?
Y del bolsillo de Alberto sacó una gastada tiza verde.

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