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2018

De repente, ella dejó de respirar. Cuando mis padres y yo pensábamos que había desaparecido, volvió a pasar.

Camila estaba bien, tan risueña como todas las noches: el rojo coloreaba sus mejillas doradas; el calor se desbordaba por sus dedos, ni el mismísimo hielo lograba entibiarlas, ella se las ingeniaba para conservar su calor. Mi hermana rebosaba de vida cuando la dejé sentada sobre su cama, leyendo su revista favorita.

Pero de pronto, un grito ahogado asesinó la tranquilidad de aquella noche. El "Crack" de la lámpara al romperse, rebanó el silencio de la velada. Cuando fuimos a ver, ella estaba en el suelo convulsionando.

Mi madre empezó a gritar horrorizada a su lado, mientras mi padre corría de un lado al otro, muy asustado. Cada alarido apuñalaba la serenidad de la noche, y me ahogaba en una burbuja de pánico y horror. Mi madre tuvo que guiarme para ayudar a mantener la toalla en su boca, para que no se mordiera la lengua, ella seguía realizando horcadas violentas en el suelo; la espuma borbojeaba por sus labios, y se desparramaba sobre el pantalón de mi pijama.

La epilepsia era así: Un asesino silencioso que reside debajo de tu piel. Cuando menos te lo esperas, sube como una víbora sobre tu cuello y te ahorca, por más que luches, por más que intentes controlarlo, en un segundo puedes perderlo todo. Exprime hasta tu última gota de vida.

Cuando papá por fin logró encender el auto, corrimos todos al Hospital Universitario. Desde el asiento del copiloto, miré el rostro de mi hermana descansar sobre las rodillas de mi madre que, entre sollozos, susurraba a su oído palabras de aliento. Noté su rostro pálido, y sus dedos azulados, dónde un capa gélida de sudor cubría toda su piel. También vi sus labios rojizos palidecer frente a mis ojos. Como su pecho iba quedando rígido y quieto.

Mi hermana mayor, tan llena de vida, dejó de respirar.

En ese entonces ella tenía 17 y yo 16 años.

*********

Papá corrió por todo el estacionamiento con mi hermana en brazos. Nosotras lo seguíamos de cerca. Atravesamos el inhóspito pasillo del hospital, casi en ruinas. Vi dejar atrás a los pacientes en camillas y sillas de ruedas, quiénes hacían fila para entrar en emergencia. La misma, era larga.

-¡Un médico!-gritaba mi padre desesperado. El escándalo había despertado algunos pacientes y sus familiares; quiénes también lo ayudaron a gritar.

Esperábamos a la internista Olivia Boada, quién solía atendernos de inmediato. Pero, cuando logré estabilizarme -Porque había tropezado con una loza suelta- Vi como surgía un médico de la penumbra --No había casi bombillos-junto a dos camilleros que, colocaron a mi hermana en una camilla.

Mi estómago se revolvió al ver pasar otros que llevaban entre brazos a un hombre -que minutos antes estaba en la camilla dónde se llevaron a mi hermana- dónde uno de sus pies sobresalía una etiqueta amarrilla.

-¡¿Cómo que no la pueden atender?!-gritó mi padre, golpeado furioso el escritorio. Yo me sobresalté y miré con mayor preocupación a mi madre.

Claro que adivinaba qué pasaba, en el hospital nunca había suficientes insumos y personal, los pacientes que se formaban, tal vez podía tener esperando un mes para ser atendidos de urgencias. Los vecinos decían que entrar allí era la sala de recepción antes de llegar a la muerte.

Solo la colega de mi padre podía realizar un milagro y, no estaba.

También mamá entendió lo que sucedía. Respiro hondo y se acercó a mí.

-Ly, ¿Por qué no vas afuera y tomas un poco de aire?-sugirió mi madre -Además recuerda que, no podemos estar todos al mismo tiempo-Yo asentí sin entreponer peros.

Si Hubiera Sido Donde viven las historias. Descúbrelo ahora