Parte 4. El demonio

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A mi mamá le gustaba el café. En su cocina tenía dos cafeteras, y era capaz de tomar café en la playa.

Había una cafetería, a la que siempre íbamos a escondidas. Tomábamos un café, compartíamos una rebanada de pastel y regresábamos antes de que mis hermanos o mi papá lo notara.

Yo dejé de ir a la universidad, ya habían pasado 2 años. Sandra, mi mejor amiga me acompañaba cada que ella podía, y Erick ya era mi amigo, ganó mi confianza. Pero me alejé de todos.

Tomaba el café que a mi mamá le gustaba. Yo disfrutaba más de un café dulce, pero me obligaba a tomar el amargo café que le gustaba a mi madre para tratar de sentir lo que ella un día sintió.

La visita era diaria. A veces robaba dinero de la cartera de mi papá para poder comprar la amarga bebida.

Pedí la bebida, me senté en el mismo lugar y volví a recordar los momentos con mi mamá, pero no sentía el mismo valor.

Todo ese amor fue succionado, igual que el cáncer hizo con mi madre. Me veía al espejo, como siempre, y me veía tan flaco de amor, como veía a mi madre en la sala del hospital.

Y cuando fue enterrada, mi valor y mi amor, fue cubierto con la misma tierra.

Mi indiferencia por querer tener algún tipo de relación con otros evolucionó, ahora, tenía indiferencia a la vida. Mi dolor no tenía nombre, ni forma, pero estaba ahí, siguiéndome todo el tiempo. Una sombra, que susurraba a mi oído:

-Vuelve a empezar.

Porque nada es eterno y porque el final es un nuevo inicio.

Ya tenía todo listo, la mochila tenía únicamente lo necesario, agua y una chamarra. Quería caminar lo más lejos posible de mis hermanos. Quería desaparecer de sus vidas para que pudiera suicidarme sin que ellos pudieran enterarse.

La decisión estaba tomada, pasé a la cafetería a sentir por última vez el recuerdo de mamá, esta vez, pedí el café para llevar. La mesera, como ya tenía la costumbre, llevó la taza de cristal a la mesa, pero al escuchar que lo quería para llevar, puso boca a bajo la taza y se alejó.

En ese momento, la vi. Un ser en forma de mujer, atrapada en la taza de cristal. Yo podía verla entre el cristal, pero ella a mí no.

Aunque su aspecto era de una mujer, ella era fuego. Una flama, un ser hecho de fuego.

Golpeé la taza, para llamar su atención.

-Solo déjame morir. La escuché susurrar.

Mi sorpresa fue enorme, por eso me acerqué más a la taza y pregunté: -¿Cómo es que un ser como tú puede morir?

-Es verdad, puedo morir. Por eso estoy aquí, encerrada en esta prisión. La mujer de fuego levanta la cabeza y golpea la taza con fuerza. Insignificante al grosor del cristal.

-La falta de oxígeno es lo que va a matarte. Yo puedo levantar la taza y salvar tu vida. Tomo la taza con una mano, pero antes de poder levantarla la mujer de fuego me interrumpe: -¿Y QUITARME MI DECISIÓN DE QUERER MORIR?.

Pero era cierto. Lo que ella decía era cierto, yo no podía elegir algo tan importante por ella. No soy quién para elegir sobre la vida de los demás, o sobre la muerte de ellas mismas.

Decidí soltar la taza de café. Y poco a poco, el color brillante de sus flamas fueron apagándose. Se volvieron de amarillas a naranjas hasta volverse rojas. La mujer de fuera ya se encontraba acostada de forma fetal. Y cuando se apagó, dejó una huella en la mesa.

Las cenizas volaron cuando la mesera tomó tal prisión y la levantó para dejar mi vaso de café. No pude seguir los restos de ceniza, pero cuando la mesera se alejó aquella huella que se había formado por la muerte del fuego, cobró vida.

-¡Buenos días!. Dijo la mujer de cenizas. -¿Vez? Sólo así pude liberarme, el fuego murió para que la transformación existiera, ahora soy libre.

Quiero dejar de llorarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora