Leon S. Kennedy ha entregado, por fin, el chip que obtuvo de Shen May al presidente Graham, quien inmediatamente decide confiar en él, y sólo en él, para guardar el secreto de lo que este contiene. Sin embargo, el presidente pronto se da cuenta de...
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Leon caminó pensativo hacia el Despacho Oval. Hacía una semana que había tomado su propia decisión y había actuado en consecuencia. Y rogaba para sus adentros, con toda su alma, no haberse equivocado.
Ahora, no sólo él y la osada pelirroja conocían la existencia del chip que Shen May le había dado. El presidente Graham lo sabía también. Para su propio alivio, el presidente no le había pedido que le entregase de inmediato aquella bomba de relojería repleta de información, sino que le había pedido que la siguiese custodiando hasta que ambos, de un modo consensuado, hubiesen decidido qué hacer con esta.
Él, el nuevo y flamante asesor de seguridad del presidente Graham, le había confiado a él lo que podía ser el futuro de la ingeniería biorgánica con respecto a las brutales mutaciones que Tricell, la corporación farmacéutica más poderosa del mundo, estaba llevando a cabo. Y con ello, también le había confiado muy probablemente el futuro de la humanidad por completo.
Y el presidente había confiado en él, sólo en él, para que lo decidiese a su lado, consciente de que, cuantas más personas, fuesen quienes fuesen, supiesen de la existencia del chip, más complicado sería proteger la información que contenía.
Saludó a los dos guardaespaldas que custodiaban la puerta del despacho presidencial con un leve asentimiento de cabeza que fue correspondido del mismo modo. Hacía tiempo, los tres habían sido compañeros. Pero la férrea confianza que el presidente había depositado en él, sólo en él, lo había alejado de ambos, ahora sumidos en una envidia, como muchos del resto de sus compañeros, que apenas eran capaces de ocultar. Suspiró para sus adentros. Desde que su relación con el presidente comenzó a ser más estrecha, aquello se había convertido en el pan de cada día para él, a quien realmente no importaba demasiado, pues por propia elección personal no solía tener amigos, sino sólo compañeros de trabajo. Era más fácil de este modo cuando morían a su lado o en sus propios brazos durante una misión. O así debería haber sido; pero jamás lo era.
Abrió la puerta de doble hoja y entró, mientras acomodaba tranquilamente uno de los gemelos de su pulcra camisa blanca bajo su chaqueta de traje azul. Luego cerró la puerta tras de sí.
—Buenos días, señor presidente. Por lo menos, no me obligas a llevar corbata —saludó a su amigo, quien lo estaba esperando, con una sonrisa que se le heló en los labios nada más ver por quién él estaba acompañado.
—Lo siento. No sabía que usted está reunido. Regresaré en otro momento —se apresuró a afirmar muy serio, e hizo ademán de marcharse.
—No, Leon, por favor, quédate. Os necesito a ambos —el presidente le pidió con voz amable dedicándole una sonrisa de bienvenida.
Inmediatamente, se cruzó de brazos y se plantó ante la puerta negándose a avanzar. Dedicó al presidente una mirada suspicaz plagada de reproche.
—¿A ambos? ¿Para qué? La política es lo suyo, señor. Yo no trabajo con civiles —declaró con voz fría.
El tono de su voz fue duro, tan duro como la férrea postura que había adoptado ante la puerta. A ver quién era el guapo que se atrevía a pasar por allí, si él no lo deseaba, sin haber dado una explicación convincente.
—Por favor, apéame del tratamiento presidencial. Estamos entre amigos —Adam Graham le pidió tranquilamente conciliador.
—¿Qué es lo que yo pinto en esta reunión, Adam? —él insistió clavando en sus ojos una mirada con tintes de advertencia.
Fue entonces cuando Claire Redfield, la activista por quien el presidente estaba acompañado, se dio cuenta de que ambos eran cercanos el uno al otro, muy cercanos. Jamás lo hubiera creído.
—No es lo que crees, en absoluto. Tú decidiste no dárselo. Y yo tampoco se lo daré —él respondió con voz firme.
—¿Entonces?
—Muy al contrario. Os necesito a ambos para preservarlo, para garantizar que se le de un uso correcto. Así que, voy a poner a la señorita Redfield a tus órdenes.
Al oír sus palabras, Leon sintió que la sangre se le helaba en las venas. Continuó observando al presidente en absoluto silencio sin deponer su actitud pasivo agresiva —en ningún momento la había mirado a ella—, con la esperanza de no haber escuchado bien.