Leon S. Kennedy ha entregado, por fin, el chip que obtuvo de Shen May al presidente Graham, quien inmediatamente decide confiar en él, y sólo en él, para guardar el secreto de lo que este contiene. Sin embargo, el presidente pronto se da cuenta de...
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Claire sentía una opresión terrible en el pecho que la angustiaba. Se sentía culpable por cómo había tratado a Leon la noche pasada. Bajó las escaleras, dispuesta a negociar. Le pondría una cara mimosa y lo llenaría de besos, se dijo, maquinadora. Y seguro que él estaría dispuesto a escucharla después.
Sin embargo, cuando entró en la sala de estar sintió como su corazón daba un vuelco en su pecho. Leon se encontraba tumbado en el suelo, boca arriba, con los ojos cerrados e inmóvil. Llevaba sangre coagulada en el cuello.
Ahogando un grito de angustia, corrió hasta él y se arrodilló a su lado.
—¡Leon! ¡Leon!
Buscó pulso en su cuello ensangrentado. Respiraba.
De pronto, él abrió los ojos y se incorporó con rapidez, mirando a su alrededor como si estuviese rodeado de zombis.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó, mirándola alarmado.
—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? ¿Cómo te encuentras? —le preguntó.
Y se abalanzó sobre él, envolviéndolo en un abrazo desesperado, que él correspondió, cariñoso.
—¡Por lo que más quieras! ¡Te he encontrado tirado en el suelo con el cuello lleno de sangre! ¡He creído que...! ¡Yo qué sé! ¡Que había entrado alguien y te había matado! —le aseguró, temblorosa.
—¿Qué? Por supuesto que no. Anoche hacía calor, me tumbé en el suelo para refrescarme y debo haberme quedado dormido —le explicó, con cara de tonto.
—¿Y la sangre?
—No intentes afeitarte estando cabreada con la persona a la que amas —le advirtió medio en broma, mirándola avergonzado—. Creía que me había curado la herida correctamente. Pero está visto que no fue así.
—¡Yo te mato! —le gritó, furiosa.
Se puso en pie y él la imitó.
—Bueno... No habría pasado si no me hubieses enviado a dormir al sofá.
—¡Yo no te envié a dormir al sofá!
—¿Quieres dejar de gritar, por favor? —le pidió.
Se había dado cuenta de que le dolía la cabeza.
—¡Arg! ¡No tienes arreglo!
Le dio la espalda, orgullosa, y regresó escaleras arriba. Lo cierto era que no quería que él la viese llorar. Por un momento creyó haberlo perdido. Y el sentimiento de dolorosa pérdida, de angustiosa impotencia que habían asolado su corazón y su alma, todavía flotaban en su ánimo hundido.
Leon la contempló subir, pensativo. En ningún momento había querido hacerle daño; quería dejárselo claro. Pero temió que aquel no fuese un buen momento para intentar explicarse. Quizá sería mejor dejar que transcurriese un poco de tiempo hasta que ella se calmase. Y entonces ambos podrían hablar con mayor serenidad.