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Había pasado una semana entera sin noticias de Félix. Aquello era el colmo: yo persiguiéndole.

Después de tres intentos de que me cogiera el teléfono, por fin descolgó:

—¡Diane, estoy colapsado!

—¡Di hola por lo menos!

—Date prisa, estoy desbordado por los preparativos de Navidad.

—¿Qué tienes previsto?

—Tus padres me han dicho que no pasabas las fiestas en su casa, me han invitado, pero les he dicho

que no, intentarían exorcizarme de nuevo. Tengo otros planes, es la fiesta del tanga en Mykonos.

—¿Ah, sí? Qué bien.

—Te llamaré cuando vuelva.

Colgó. Me quedé unos instantes con el teléfono pegado a la oreja. La cosa iba de mal en peor, pero

claro, ojos que no ven, corazón que no siente. Que mis padres no hubiesen insistido para que volviera

en Navidad no tenía nada de extraño. Su hija viuda y depresiva habría desentonado en su cena

mundana. Pero que Félix me dejara tirada, aquello era más difícil de tragar.

Un gran sol de invierno bañaba el salón. Lo nunca visto. Y sin embargo, no me sentía con fuerzas

para salir de casa. La cercanía de las fiestas me pesaba como una losa. Unos golpes en la puerta me

obligaron a levantarme del sillón y fui a abrir. Judith, vestida de duendecillo de Papá Noel en versión

sexy, se abalanzó sobre mi cuello.

—¿Qué estás haciendo encerrada con un tiempo así? Ponte los guantes, nos vamos de paseo.

—Eres muy amable, pero no tengo ganas.

—¿Te crees acaso que tienes elección? —me dijo, empujándome hasta el perchero.

Me encasquetó un gorro de lana en la cabeza, cogió mis llaves y cerró la puerta del cottage.

Cantaba desafinando todo el repertorio navideño. A mi pesar, me hacía gracia. Judith conseguía lo

imposible. Me obligó a atravesar toda la bahía y Mulranny a pie para arrastrarme a casa de Abby y

Jack.

—¡Somos nosotras! —gritó nada más entrar.

La seguí hasta el salón. Se fue a plantar dos sonoros besos en las mejillas de sus tíos.

—Diane, cuánto me alegro de verte —me dijo Abby agarrándome calurosamente del brazo.

Jack me dedicó una gran sonrisa y me dio una palmadita en el hombro. Sólo faltaban los cuentos de

Dickens para redondear el mito de la Navidad: el abeto que llega hasta el techo, las tarjetas de

felicitación sobre la chimenea, las galletas de jengibre en la mesita baja, las guirnaldas luminosas y un

Jingle Bells remasterizado como ruido de fondo. Estaba todo. En menos de cinco minutos, Abby y

Judith se encargaron de que estuviera a gusto. Me obligaron a sentarme, Judith me tendió una taza de

té y Abby un plato lleno de cookies, de carrot cake y de gingerbread. Parecían querer que engordase un

poco. Jack reía sacudiendo la cabeza.

La gente feliz lee y toma café - Agnès Martin-LugandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora