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Judith acababa de marcharse. Me había hecho jurar sobre la Biblia que pasaría de inmediato al

ataque. Pero antes de lanzarme a la batalla debía librarme imperativamente de la resaca. Así que me

disponía a volver a meterme en la cama a la hora de las gallinas, cuando llamaron a la puerta. Ese

maldito día no iba a acabar nunca. Tenía los nervios tan a flor de piel que estuve a punto de soltar una

carcajada al descubrir a la famosa Megan ante mí. Sin tregua. Me miró de pies a cabeza, y aproveché

para inspeccionarla. Era la primera vez que la veía tan de cerca. Era una belleza fría, la cabeza alta, la

mirada orgullosa y afilada. A su lado, cualquier otra parecía una chiquilla a la salida del instituto. Iba

vestida de mujer de negocios en fin de semana, con sus vaqueros de lujo, sus tacones vertiginosos sin

rastro de barro y sus uñas de manicura. Debía reconocerlo, mi pinta de día después de juerga no jugaba

en mi favor.

—Eres Diana, ¿no?

—No, Diane. ¿Qué quieres?

—Parece ser que Edward salió corriendo a rescatarte ayer por la noche.

—¿Y a ti qué te importa?

—No te acerques a él. Es mío.

Me reí en sus narices.

—Puedes reírte lo que quieras, me da igual. No pierdas el tiempo. No es tu tipo. Francamente,

mírate.

Me miró con cara de asco.

—¿No se te ocurre nada mejor? —le pregunté—. Porque si crees que me voy a apartar para dejarte

el sitio, lo llevas claro.

Sonrió con malicia.

—Tu desgracia le ha dado pena, ¿verdad? —me preguntó.

Me quedé sin respiración, las piernas empezaron a temblarme, sentí cómo las lágrimas ascendían a

mis ojos. Tuve que apoyarme en el quicio de la puerta.

—Pobre niñita —añadió Megan.

Escuché vagamente el ruido de un motor. Lanzó una risita.

—Perfecto, ahí está Edward. Así te verá en tu mejor momento.

Edward salió del coche y vino inmediatamente hacia nosotras.

—¿Qué haces aquí? —preguntó a Megan.

Permanecí a propósito con la cabeza gacha.

—Me he enterado de la desgracia que había golpeado a Diane, y he venido a presentarle mis

condolencias por su marido y su hija.

Rezumaba sinceridad.

—¿Has acabado?

Su tono de voz fue tan cortante que levanté la cabeza. La estaba fusilando con la mirada. Ella le

miraba con cara de no haber roto un plato en su vida; se volvió hacia mí y me puso la mano en el

brazo.

—Lo siento, no quería remover la herida. Si nos necesitas, no lo dudes. Además, en cuanto estésmejor iremos a tomar algo entre chicas. Te sentará bien...

La gente feliz lee y toma café - Agnès Martin-LugandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora