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Acababa de salir de la ducha. Había sido larga, caliente y relajante. Estaba desnuda ante el espejo,

observando mi cuerpo. No le había prestado atención en muchísimo tiempo. Se había apagado con la

muerte de Colin. Edward lo había despertado suavemente el día anterior. Presentía lo que iba a pasar

entre nosotros esa noche. Hasta entonces, pensaba que ningún hombre iba a volver a tocarme. ¿Dejaría

que las manos y el cuerpo de Edward reemplazaran a los de Colin? No debía darle más vueltas.

Recuperaba los gestos de mujer: cubrir mi piel de leche hidratante, poner una gota de perfume entre

los senos, alisarme el pelo, elegir la lencería, vestirme para seducir.

Se había hecho de noche. Tenía los nervios a flor de piel, como una adolescente enamorada, y

además de un hombre al que había odiado hasta hacía muy poco tiempo. Y ahora, unas pocas horas

alejada de él me producían síndrome de abstinencia. Eché un vistazo por la ventana, las luces de su

casa estaban encendidas. Prendí un cigarrillo para no empezar a comerme las uñas. Di vueltas por la

habitación, sentía sofocos y a la vez escalofríos. ¿Para qué esperar más tiempo? Me puse la chaqueta

de cuero, cogí mi bolso y salí. Apenas unos metros separaban nuestros cottages, y aun así encontré la

manera de encender otro pitillo. Me detuve a medio camino, pensé que podría dar media vuelta, que

no se enteraría, le llamaría y le diría que no me encontraba bien. Estaba aterrorizada, seguro que iba a

decepcionarle, ya no sabía cómo hacerlo. Me reí sola. Ridícula, estaba siendo ridícula. Eso era como

la bicicleta, nunca se olvida. Aplasté la colilla y llamé a la puerta. Edward tardó unos segundos en

abrir. Me miró de arriba abajo y hundió sus ojos en los míos. Mi respiración se desbocó, y la calma

que pretendía fingir se rompió en pedazos.

—Entra.

—Gracias —respondí con voz ahogada.

Se apartó para dejarme pasar. Postman Pat corrió a saludarme, lo que no consiguió que me relajara.

Me sobresalté cuando sentí los dedos de Edward apoyarse sobre mis vértebras dorsales para guiarme

hasta el salón.

—¿Te sirvo una copa?

—Sí, por favor.

Me besó la sien y se colocó detrás de la barra. En vez de seguirlo con la mirada, preferí observar a

mi alrededor para convencerme de que era el mismo Edward de antes de nuestro viaje a las islas Aran,

de que íbamos a pasar una velada completamente normal y amistosa, de que me estaba montando una

película sobre nosotros dos. Su legendaria leonera y los ceniceros desbordados me tranquilizarían.

Barrí la estancia con la mirada varias veces, mientras el pánico me invadía.

—¿Has estado ordenando?

—¿Te extraña?

—Quizás, no sé.

La gente feliz lee y toma café - Agnès Martin-LugandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora