8
Acababa de salir de la ducha. Había sido larga, caliente y relajante. Estaba desnuda ante el espejo,
observando mi cuerpo. No le había prestado atención en muchísimo tiempo. Se había apagado con la
muerte de Colin. Edward lo había despertado suavemente el día anterior. Presentía lo que iba a pasar
entre nosotros esa noche. Hasta entonces, pensaba que ningún hombre iba a volver a tocarme. ¿Dejaría
que las manos y el cuerpo de Edward reemplazaran a los de Colin? No debía darle más vueltas.
Recuperaba los gestos de mujer: cubrir mi piel de leche hidratante, poner una gota de perfume entre
los senos, alisarme el pelo, elegir la lencería, vestirme para seducir.
Se había hecho de noche. Tenía los nervios a flor de piel, como una adolescente enamorada, y
además de un hombre al que había odiado hasta hacía muy poco tiempo. Y ahora, unas pocas horas
alejada de él me producían síndrome de abstinencia. Eché un vistazo por la ventana, las luces de su
casa estaban encendidas. Prendí un cigarrillo para no empezar a comerme las uñas. Di vueltas por la
habitación, sentía sofocos y a la vez escalofríos. ¿Para qué esperar más tiempo? Me puse la chaqueta
de cuero, cogí mi bolso y salí. Apenas unos metros separaban nuestros cottages, y aun así encontré la
manera de encender otro pitillo. Me detuve a medio camino, pensé que podría dar media vuelta, que
no se enteraría, le llamaría y le diría que no me encontraba bien. Estaba aterrorizada, seguro que iba a
decepcionarle, ya no sabía cómo hacerlo. Me reí sola. Ridícula, estaba siendo ridícula. Eso era como
la bicicleta, nunca se olvida. Aplasté la colilla y llamé a la puerta. Edward tardó unos segundos en
abrir. Me miró de arriba abajo y hundió sus ojos en los míos. Mi respiración se desbocó, y la calma
que pretendía fingir se rompió en pedazos.
—Entra.
—Gracias —respondí con voz ahogada.
Se apartó para dejarme pasar. Postman Pat corrió a saludarme, lo que no consiguió que me relajara.
Me sobresalté cuando sentí los dedos de Edward apoyarse sobre mis vértebras dorsales para guiarme
hasta el salón.
—¿Te sirvo una copa?
—Sí, por favor.
Me besó la sien y se colocó detrás de la barra. En vez de seguirlo con la mirada, preferí observar a
mi alrededor para convencerme de que era el mismo Edward de antes de nuestro viaje a las islas Aran,
de que íbamos a pasar una velada completamente normal y amistosa, de que me estaba montando una
película sobre nosotros dos. Su legendaria leonera y los ceniceros desbordados me tranquilizarían.
Barrí la estancia con la mirada varias veces, mientras el pánico me invadía.
—¿Has estado ordenando?
—¿Te extraña?
—Quizás, no sé.
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La gente feliz lee y toma café - Agnès Martin-Lugand
RandomDiane, joven parisina acostumbrada a que todo se lo den hecho o resuelto, sufre un duro revés en la vida cuando su marido y su hija pequeña mueren en un accidente de tráfico. ¿Cómo salir adelante? ¿Cómo retomar una vida que ha quedado vacía sin la p...