4

1K 18 1
                                    

Casi había olvidado la sensación que me provocaba escuchar música a todo volumen hasta

quedarme sorda. Había dudado mucho antes de poner en marcha la cadena de música. Sin embargo,

hubo una época en la que lo hacía por reflejo. Antes de decidirme, estuve observándola y dando

vueltas a su alrededor.

El incidente de los plomos había trastornado mis costumbres. Para obligarme a salir más a menudo

de casa, me iba a caminar casi una hora a la playa, tratando de no pasarme los días enteros

arrastrándome en pijama. Hacía todo lo posible por regresar al mundo de los vivos y dejar de

hundirme en delirios paranoides. Una mañana me sorprendí sintiéndome menos machacada al

despertar y me entraron ganas de escuchar música. Por supuesto que lloré, la euforia no duró mucho.

Al día siguiente, lo repetí. Y entonces no pude evitar moverme al ritmo de la música. Poco a poco,

volvía a mis antiguas costumbres. Bailaba como una loca sola en el salón. La única diferencia en

Mulranny era que no necesitaba cascos en los oídos, estaba disfrutando a tope, los bajos retumbaban.

«The dog days are over, the dog days are done. Can you hear the horses? 'Cause here they come.»

Compartía el escenario con Florence and the Machine. Me sabía esa canción de memoria, nunca me

había saltado un acorde. Me contoneaba con rabia y una fina película de sudor cubría mi piel, mi

coleta se balanceaba en todas direcciones, y mis mejillas estaban rojas. De pronto, se oyó una

percusión fuera de ritmo. Bajé el volumen y volví a escuchar el estruendo. Con el mando a distancia

en la mano, me acerqué a la puerta de entrada, que tembló. Conté hasta tres antes de abrir.

—Buenos días, Edward. ¿Qué puedo hacer por ti? —le pregunté, luciendo la mayor de mis sonrisas.

—¡Bajar tu música de mierda!

—¿No te gusta el rock inglés? Son tus compatriotas...

Dio un puñetazo en la pared.

—No soy inglés.

—Eso está claro, no tienes su flema legendaria.

Continué sonriendo de oreja a oreja. Cerró los puños, abrió los puños, cerró los ojos y respiró

profundamente.

—Me estás buscando... —empezó a decir con su voz ronca.

—Lo cierto es que no. Eres prácticamente lo contrario de lo que busco.

—Ten cuidado conmigo.

—Uh, qué miedo.

Me señaló con el dedo, apretando los dientes.

—Sólo te pido una cosa, baja el volumen. Estás haciendo vibrar mi cuarto oscuro, y eso me molesta.

Me eché a reír.

—¿De verdad eres fotógrafo?

—¿Y a ti qué te importa?

—Nada. ¡Pero debes de ser malísimo!

Si hubiese sido un hombre, ya me habría partido la cara. Proseguí:

—La fotografía es un arte y eso requiere un mínimo de sensibilidad, cosa de la que careces

La gente feliz lee y toma café - Agnès Martin-LugandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora