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Estaba plantada delante del coche alquilado, las maletas a mis pies, los brazos caídos, las llaves en

la mano. Las ráfagas de viento se colaban en el aparcamiento y me hacían perder el equilibrio.

Desde que había bajado del avión, tenía la sensación de estar flotando. Había seguido

mecánicamente a los demás pasajeros hasta la cinta transportadora para recuperar mi equipaje.

Después, un poco más tarde, en la oficina de alquiler, había conseguido entenderme con mi

interlocutor -a pesar de su acento, tan espeso que se podría cortar- y firmar el contrato.

Sin embargo ahora, delante del coche, helada, encorvada, extenuada, me preguntaba en qué

demonios estaba yo pensando cuando se me ocurrió semejante idea. Pero ya no tenía elección, quería

estar en casa, y mi casa, a partir de entonces, estaba en Mulranny.

Tras varios intentos fallidos, logré encender un cigarrillo. El fuerte viento no dejaba de azotar ni un

segundo, y empezaba a ponerme de los nervios. La cosa fue a peor cuando me di cuenta de que estaba

consumiendo el pitillo en mi lugar. Así que encendí otro antes de cargar el maletero. De paso me

prendí un mechón de pelo que una ráfaga de viento había soltado sobre mi rostro.

Un adhesivo en el parabrisas me recordó que allí se conducía por la izquierda. Giré el contacto, metí

la primera y el coche se caló. El segundo y tercer intento de arrancar se saldaron igualmente con un

fracaso. Me había tocado un coche podrido. Me dirigí hasta una garita donde se agrupaban cinco

hombres que habían asistido a la escena con una sonrisa en los labios.

-Quiero que me cambien el coche, no funciona -dije visiblemente molesta.

-Buenos días -me respondió el hombre de más edad sin dejar de sonreír-. ¿Cuál es el problema?

-No lo sé, no quiere arrancar.

-Venga, chicos, vamos a echar una mano a la señora.

Impresionada por su estatura, di un paso atrás cuando salieron. «Jugadores de rugby devoradores de

ovejas», había dicho Félix. No se había equivocado. Me escoltaron hasta el coche. Volví a intentar

arrancarlo. Nada. El coche se caló de nuevo.

-Se está equivocando de marcha -me indicó uno de los gigantes, divertido.

-Pero bueno, no..., para nada. Estoy metiendo primera.

-Meta más bien quinta. Su quinta. Ya verá.

En su mirada había desaparecido todo rastro de burla. Seguí su consejo y el coche arrancó.

-Aquí todo es al revés. El lado por donde se conduce, el volante, y las marchas.

-¿Podrá arreglárselas? -me preguntó otro.

-Sí, gracias.

-¿Hacia dónde se dirige?

-A Mulranny.

-Tiene un largo camino. Cuídese y ponga atención en las rotondas.

-Muchas gracias.

-Ha sido un placer. Adiós, buen viaje.

La gente feliz lee y toma café - Agnès Martin-LugandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora