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Me bajé del taxi delante de La Gente. El taxista dejó las maletas sobre la acera. Estaba cerrado, y ni

rastro de Félix. Todo estaba oscuro y parecía polvoriento. Me senté sobre una de mis bolsas de viaje,

encendí un cigarrillo y me puse a mirar alrededor.

De vuelta a la casilla de salida. No había cambiado nada: peatones con prisa, circulación infernal,

ajetreo en los comercios. Había olvidado hasta qué punto los parisinos tenían una permanente cara de

asco. En el programa escolar debería ser obligatorio un curso de calor humano irlandés. Ahora

pensaba eso, pero sabía muy bien que en menos de dos días tendría la misma cara pálida y de pocos

amigos que el resto.

Llevaba una hora esperando cuando Félix apareció a lo lejos. Pensé que había cambiado mucho.

Caminaba pegado a la pared, llevaba una gorra y se cubría con el cuello de su chaqueta. Al llegar a mi

altura, descubrí un enorme apósito que le cruzaba la cara.

—No quiero que digas una sola palabra —dijo.

Me eché a reír.

—Ahora entiendo por qué está cerrado.

—He salido de casa única y exclusivamente porque volvías. Dios mío, ¡estás aquí de verdad! —me

pellizcó las mejillas—. Qué cosas, es como si nunca te hubieses marchado.

El cansancio acumulado empezaba a pesarme. Me eché en sus brazos y me puse a llorar.

—No te pongas así por mí. Sólo me he roto la nariz.

—Idiota.

Me acunó asfixiándome contra él. Me eché a reír entre lágrimas.

—Ya no puedo respirar.

—¿De verdad quieres vivir ahí arriba?

—Sí, será perfecto.

—Si quieres jugar a ser otra vez una estudiante sin blanca, es tu problema.

Me ayudó a llevar una parte de las maletas. Empujó la puerta del edificio con el hombro para

abrirla.

—Uf, qué dolor.

Volví a reírme.

—¡Cállate!

Al llegar arriba, me dio la llave del apartamento. Abrí, entré y me quedé sorprendida de encontrar

cajas de cartón amontonadas.

—¿Qué es esto?

—Es lo que pude salvar de la mudanza de vuestro piso. Los viejos eran auténticas pirañas. Lo

guardé todo aquí esperando que volvieses.

—Gracias.

No paraba de bostezar, y Félix no dejaba de hablar. Para variar, había pedido una pizza que

compartimos sentados en el suelo ante una caja que hacía las veces de mesa baja. Me contó con todotipo de detalles cómo se había roto la nariz, una historia truculenta tras una buena farra.

—Escucha —interrumpí—, tenemos todo el tiempo del mundo. Ahora estoy agotada, y debo estar

en forma para mañana.

La gente feliz lee y toma café - Agnès Martin-LugandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora