Pronto haría una semana que Félix había puesto en marcha el proyecto «Saquemos a Diane de su
depresión». Un diluvio de sugerencias a cada cual más estrafalaria se había abatido sobre mí. Aquello
había llegado a su punto culminante cuando vi que había dejado unos cuantos folletos de agencias de
viaje sobre la mesita del salón. Yo ya sabía lo que estaba preparando, unas vacaciones al sol con todo
lo que eso conlleva. Un club de recreo, hamacas, palmeras, cócteles a base de ron adulterado, cuerpos
bronceados y brillantes, clases de aquagym para echarle un ojo al monitor; en resumen, el sueño de
Félix y una pesadilla para mí. Todos esos veraneantes amontonados unos contra otros en una playa
minúscula, o peleándose en traje de noche delante del bufet, horrorizados ante la idea de que ese
maldito vecino que ronca les robe la última salchicha. Esa gente que se considera feliz de haberse
pasado diez horas encerrada en una carlinga llena de chiquillos ruidosos a su alrededor. Todo aquello
me daba ganas de vomitar.
Ésa era la razón por la que me pasaba el día dando vueltas a la casa, fumando un cigarrillo tras otro
hasta quemarme la garganta. El sueño ya no podía servirme de refugio, había sido invadido por Félix
en bañador obligándome a bailar salsa en una discoteca para turistas. No se rendiría hasta que no
cediese. Tenía que escapar de aquello, ponerle toda clase de obstáculos, calmarlo al mismo tiempo que
me libraba de él. No podía quedarme en casa, eso estaba claro. Así que, finalmente, la solución estaba
en dejar París. Encontrar un agujero perdido hasta el que no me siguiera.
La despensa y el frigorífico estaban desesperadamente vacíos, por lo que se hacía inevitable una
excursión al mundo de los vivos. No encontré más que paquetes de galletas caducadas —la merienda
de Clara— y las cervezas de Colin. Cogí una y la giré en todos los sentidos antes de decidirme a
abrirla. Me la llevé a la nariz como si inspirara los aromas de un gran vino. Bebí un trago, y en mi
cabeza empezaron a borbotear los recuerdos.
Nuestro primer beso había tenido sabor a cerveza. ¿Cuántas veces nos reímos de aquello? Con
veinte años, el romanticismo era lo de menos. Colin sólo bebía cerveza tostada, no le gustaba la rubia,
y por eso siempre se preguntaba por qué razón me había elegido. Y siempre obtenía por respuesta una
buena colleja.
La cerveza se había entrometido también una vez en que hubo que pensar adónde iríamos de
vacaciones. Colin tenía ganas de pasar unos días en Irlanda. Después fingió que la lluvia, el viento y el
frío le habían hecho cambiar de opinión. La realidad era que conocía demasiado mi gusto exclusivo
por el sol y el bronceado como para obligarme a meter en la maleta un chubasquero y un jersey polar
para nuestras vacaciones de verano, o imponerme un destino que me hubiese desagradado.
La botella se escurrió de entre mis manos y estalló contra el suelo.
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La gente feliz lee y toma café - Agnès Martin-Lugand
De TodoDiane, joven parisina acostumbrada a que todo se lo den hecho o resuelto, sufre un duro revés en la vida cuando su marido y su hija pequeña mueren en un accidente de tráfico. ¿Cómo salir adelante? ¿Cómo retomar una vida que ha quedado vacía sin la p...