2

2K 24 2
                                    

Pronto haría una semana que Félix había puesto en marcha el proyecto «Saquemos a Diane de su

depresión». Un diluvio de sugerencias a cada cual más estrafalaria se había abatido sobre mí. Aquello

había llegado a su punto culminante cuando vi que había dejado unos cuantos folletos de agencias de

viaje sobre la mesita del salón. Yo ya sabía lo que estaba preparando, unas vacaciones al sol con todo

lo que eso conlleva. Un club de recreo, hamacas, palmeras, cócteles a base de ron adulterado, cuerpos

bronceados y brillantes, clases de aquagym para echarle un ojo al monitor; en resumen, el sueño de

Félix y una pesadilla para mí. Todos esos veraneantes amontonados unos contra otros en una playa

minúscula, o peleándose en traje de noche delante del bufet, horrorizados ante la idea de que ese

maldito vecino que ronca les robe la última salchicha. Esa gente que se considera feliz de haberse

pasado diez horas encerrada en una carlinga llena de chiquillos ruidosos a su alrededor. Todo aquello

me daba ganas de vomitar.

Ésa era la razón por la que me pasaba el día dando vueltas a la casa, fumando un cigarrillo tras otro

hasta quemarme la garganta. El sueño ya no podía servirme de refugio, había sido invadido por Félix

en bañador obligándome a bailar salsa en una discoteca para turistas. No se rendiría hasta que no

cediese. Tenía que escapar de aquello, ponerle toda clase de obstáculos, calmarlo al mismo tiempo que

me libraba de él. No podía quedarme en casa, eso estaba claro. Así que, finalmente, la solución estaba

en dejar París. Encontrar un agujero perdido hasta el que no me siguiera.

La despensa y el frigorífico estaban desesperadamente vacíos, por lo que se hacía inevitable una

excursión al mundo de los vivos. No encontré más que paquetes de galletas caducadas —la merienda

de Clara— y las cervezas de Colin. Cogí una y la giré en todos los sentidos antes de decidirme a

abrirla. Me la llevé a la nariz como si inspirara los aromas de un gran vino. Bebí un trago, y en mi

cabeza empezaron a borbotear los recuerdos.

Nuestro primer beso había tenido sabor a cerveza. ¿Cuántas veces nos reímos de aquello? Con

veinte años, el romanticismo era lo de menos. Colin sólo bebía cerveza tostada, no le gustaba la rubia,

y por eso siempre se preguntaba por qué razón me había elegido. Y siempre obtenía por respuesta una

buena colleja.

La cerveza se había entrometido también una vez en que hubo que pensar adónde iríamos de

vacaciones. Colin tenía ganas de pasar unos días en Irlanda. Después fingió que la lluvia, el viento y el

frío le habían hecho cambiar de opinión. La realidad era que conocía demasiado mi gusto exclusivo

por el sol y el bronceado como para obligarme a meter en la maleta un chubasquero y un jersey polar

para nuestras vacaciones de verano, o imponerme un destino que me hubiese desagradado.

La botella se escurrió de entre mis manos y estalló contra el suelo.

La gente feliz lee y toma café - Agnès Martin-LugandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora