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No me lo pensé dos veces y acepté la propuesta de Edward. Nos marchamos ante la atónita mirada

de Abby y Jack, que se tuvieron que quedar con Postman Pat esta vez.

Hicimos el trayecto en coche y la travesía por mar en el mayor de los silencios. Con él aprendí a no

hablar si no tenía algo interesante que decir.

Nada más poner el pie en la isla, me llevó hasta uno de sus extremos, donde se suponía que

encontraríamos la luz perfecta para sus fotos. Allí fue donde empecé a arrepentirme seriamente de

haberlo acompañado. Siempre había sufrido de vértigo, y estábamos al borde de un acantilado, a más

de noventa metros de altura.

—Quería enseñarte este sitio. ¿No te parece relajante? —me preguntó. Aterrador me parecía un

adjetivo más apropiado—. Se tiene la impresión de estar solo en el mundo.

—Y por eso te gusta estar aquí.

—Al menos, no hay vecinos que te molesten.

En ese instante intercambiamos una mirada significativa.

—Me voy a poner a trabajar —anunció Edward—. Tú puedes quedarte aquí y cumplir con la

tradición de la isla.

—¿De qué estás hablando?

—Todo visitante debe tumbarse boca abajo y asomar la cabeza al vacío. ¡Tu turno!

Empezó a alejarse y lo retuve del brazo.

—¿Estás de broma?

—¿Tienes miedo?

—Esto... No, para nada, todo lo contrario —respondí con tono ofendido—. Me encantan las

sensaciones fuertes.

—Entonces, disfruta.

Esta vez se marchó de verdad. Me había lanzado un desafío. Me fumé un cigarrillo. Después, me

puse de rodillas. Sólo se me ocurría una manera de acercarme al borde: arrastrándome. Los primeros

temblores aparecieron a un metro de mi objetivo. Mis músculos se agarrotaron, estaba paralizada y a

punto de gritar de terror. Pasaba el tiempo y me sentía incapaz de levantarme y alejarme del

precipicio. Mover la cabeza para ver dónde estaba Edward haciendo fotos me parecía imposible,

estaba segura de caer. Murmuré su nombre para que acudiese en mi auxilio. Sin resultado.

—Edward, ven, por favor —exclamé en voz alta.

Los minutos me parecieron horas. Por fin, Edward se acercó.

—¿Qué haces ahí todavía?

—Estoy tomando el té. ¿A ti qué te parece?

—No me digas que tienes vértigo.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué has querido hacerlo?

—Eso no importa. Haz algo, lo que sea, tírame de los pies, pero no me dejes.

—Ni lo sueñes.

Cabrón. Sentí cómo se tumbaba a mi lado.—¿Qué estás haciendo?

Sin decir palabra, se acercó más a mí, pasó un brazo por encima de mi espalda y me estrechó contra

él. Yo seguía completamente quieta.

La gente feliz lee y toma café - Agnès Martin-LugandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora