VI

281 127 12
                                    

'La peor forma de extrañar a alguien

es estar sentado a su lado

y saber que nunca lo podrás tener'.

Gabriel García Márquez.

***

El tímido sol se escondía en la pintura, dejando que su suave compañera, la luna, floreciera en mil colores sobre el oscuro lienzo

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

El tímido sol se escondía en la pintura, dejando que su suave compañera, la luna, floreciera en mil colores sobre el oscuro lienzo. Los faros del cielo, que empezaban a guiar a los náufragos hacia el camino de la auto-compasión, volvieron a encenderse para mostrar su brillo y soledad. Más las aguas reflejaban el atardecer con sus brisas y con el único sonido de chocar contra los pequeños mundos a su alrededor. El azul ultramar parecía dar la bienvenida a aquella nueva noche que se podía apreciar desde la ventana de la habitación.

Y, en el interior de aquella habitación, el calor del abrazo de Helena se sentía como la paz luego de la guerra para Jaime, quien no quería dejar a su compañía infinita morir. La tranquilidad de las blancas sábanas, testigo de cada caricia y beso, los acurrucaba entre sus brazos; permaneciendo en una línea indestructible, como el amor que se podía respirar en aquella vasija gris que guardaba arena y un mar acogedor; más lazos rojos e invisibles a sus ojos lo unía a ella para permanecer en esa posición hasta que la muerte o la vida los separáse.

Su mirada reflejó, entonces, un amarillo cadmio cuando se encontró con la perlada piel de la joven pintora. Y un suspiro, lleno de recuerdos de aquella mañana, huyó de sus labios. Estos picaban y querían llamar la atención para sentir aquel esponjoso belfo una vez más, para volver a acariciar una galaxia entera con solo la punta de sus dedos.

Jaime parecía sentirse en el mismo paraíso creado únicamente para él y la joven, por quien daría cada pétalo de flor. Y es que, desde que la conoció, Helena se convirtió en el arcoíris de su tormenta y en la gota de sangre pura en su contaminado y cansado corazón. Estaba locamente enamorado de ella, y también estaba decidido en hacérselo saber: bajo la lluvia, con el sol a su lado, mojado en el mar o cálido en una cafetería. A donde quiera que fuesen, sin importar el estado, él daría todo su amor a la pintora que tanto lo atrapó.

Jaime observó cada detalle y analizó cada poro y lunar de su cuerpo, observó la luna que se recostaba sobre sus largas pestañas, acariciando la epidermis de su rostro angelical. Apreció la verdadera belleza de aquella ser majestuosa, porque Helena le parecía brillar más que la infinita cantidad de estrellas en todo el universo observable.

La mano del joven se alzó para alcanzar el privilegio de sentir con sus dedos los gloriosos labios rojizos e hinchados de Helena. Y sus ojos, bendecidos por el todopoderoso, captaron el momento en que la chica decidió abrir sus rasgados luceros; cobrando a la vida y llenándose de un amarillo limón. La vida del muchacho de tez clara parecía iluminarse ante tal divino gesto.

Más las intensas olas dentro de su mente le avisaron con precaución del miedo al agua, de quedar ahogado. Pero su corazón corría sin detenerse sobre aquella arena mojada y erosionada por las múltiples lluvias ácidas. Estaba decidido en aceptar el riesgo de quedar atrapado entre las rocas, y todo por sentir, una vez más; aquel magenta sobre su carne.

Sin embargo, la voz ronca y llena de sueño hizo eco.

-Sabes que no volveré, ¿verdad, Jaime?

La beatitud y felicidad que reinaba en aquel lugar perdió su trono y el pueblo se reveló. El agua comenzó a entrar sin permiso en la dulce cabaña color pardo, los cuadros se derritieron cuan hierro contra fuego, el susurro del arroyo chocó contra el inmenso océano; y las gaviotas se derrumbaron como aviones bombardeados.

Más en su cuerpo se podría apreciar los gestos de tristeza y de abatimiento. Y él mismo se obligó a ponerse de rodillas para rezar por aquel niño insignificante que era para el mundo. Y es que ella se lo había avisado desde el principio: el amarillo es traicionero, pues puede cegarte con su brillo.

-No quiero dejarte ir-recitó sin pensar. Aunque aquella era su única verdad: no soportaría la idea de verla marchar con el viento.-No quiero hacerlo, Helena... No puedo.

Jaime no veía, estaba ciego. La luz de la tierna sonrisa le había robado todo. Aún así, no tenía nada que perder. Él sólo quería más, necesitaba de su amor cada mañana, cada tarde; cada noche. Anhelaba no sentír terror.

Su patria estaba ya traicionada. La flor marchitada había vuelto a la vida, de nuevo, pero Helena se había determinado a cortarla antes de que expandiera sus raíces y tocaran el centro del mundo.

-Te quiero, Helena.

La joven pintora se giró, pues era incapaz de responderle viendo aquellos inocentes ojos.

-¿Sientes el poder del mar atrayéndote, Jaime? -Preguntó ésta casi en un susurro, porque no había necesidad de gritar. -Yo soy el mar, y me temo que creé un acantilado. Muevo las olas, pongo bellos peces casi sobre la superficie, coloco algas y lo he hecho salado; para que creyeras y te divirtieras al flotar. Chantajeé a la brisa para que, cuando te sentases en la arena, tuvieses ganas de zambullirte. Y ¿sabes para qué? Para que, cuando estuvieses nadando, los animales te diesen la bienvenida.

Hizo una pausa y Jaime estaba al borde de las lágrimas.

-Y es que la corriente te acompañó fielmente hacia el interior, caminando sobre el colchón de plantas marinas. Y, sin que te dieses cuenta, las puertas del fin, al abrirse; te hicieron caer en su fondo. El acantilado, al final, te acabó succionando. A pesar de eso, seguiste y seguirás viendo el amarillo y su cambio. Hasta que el negro te cobije entre sus helados brazos.

Al fin sus rostros quedaron frente a frente. Helena, entonces, le demostró a aquel joven que las lágrimas ya no eran sus aliadas. Y el frío de la joven, que se amparó en su cuerpo, lo hizo temblar.

La luna naciente ya había sido asesinada por la bestialidad de las oscuras nubes del sur. Y el viento, el principal enemigo, golpeó con fuerza la ventana y se dejó pasar sin permiso.

-Lo siento -dijo casi en un susurro Helena una vez más, su pecho agitándose y su mente envuelta en un gran torbellino interior. -Lo siento, Jaime..., pero tengo la fuerza del océano.

Los congelados pies de la joven tocaron el suelo y las sábanas cayeron ante su movimiento. Sus pequeñas manos sujetaron con inseguridad su ropa tirada en el suelo y la colocó, prenda por prenda, sobre su delgado y delicado cuerpo. Los zapatos formaron un tedioso eco cuando rozaron la madera hueca. Y, con pasos cortos, Helena se dirigió hacia la salida; sin embargo, en el marco de la puerta se detuvo.

Las mariposas de Jaime se esfumaron y las voces de los coros se callaron, esperando su siguiente movimiento. Y es que su corazón, encogiéndose como un puño, sabía lo que sucedería. Sin embargo, en algún lugar de su cuerpo, aún contenía las esperanzas de que la joven pintora decidiera quedarse allí junto a él. Pero eso no ocurrió y Helena, sin mirar atrás, desapareció de su vista; dejando aquella fragancia a vainilla que Jaime tanto amaba.

Y mientras Jaime lloró su soledad entre aquellas paredes, Helena alcanzó su móvil para mirar la hora. Solo tenía dos horas para lucir linda e ir a la ópera, donde decidió, junto a Paulo, reunirse con él.


Corrección del capítulo realizada por @Na_Fio24.

· Numen · #PGP2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora