AMAPOLAS LLORAN

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y desde entonces soy porque tú eres,

y desde entonces eres, soy y somos,

y por amor seré, serás, seremos.

-Pablo Neruda.

***


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Dos pasos fueron suficiente. Dos pasos y la fragancia de aquel hombre volvió a cautivarlo. Uno más hasta quedar a centímetros de piel y las sábanas mieles que resguardaban el alma volvió a ver la suya. Fue, entonces, cuando Paulo León, desnudo ante él, deseó convertir aquella hermosa mirada en la Luna de sus noches. Asimismo, podría admirarla como un mero artista admira a su musa.

Dos roces fueron suficiente. Dos roces y una revolución de nervios hizo eco en el interior. Uno más hasta hacer de dos corazones uno; lo abrigaron y, ante aquel acto, el mismo universo los iluminó. Cualquiera diría que ambos querían quedarse así por el resto de su vida.

–Perdóname –le susurró aquel hombre al pintor.


Con rapidez, Paulo León se incorporó. Su respiración acelerada mostraba aquel pozo de angustiosas emociones que reinaba en él. Asimismo, cayó en un mar de rabia al comprobar que no se encontraba acompañado en aquel lugar. La única presencia que estaba en escena era la suya misma ocupando un asiento en el sillón que decoraba el salón, y la presencia de aquel hombre que tanto amaba a través de la carta que dejó caer mientras dormía.

Tuvo la necesidad de realizarse una última vez junto él. Y, sin tiempo que perder, corrió por las desoladas calles hasta llegar a la tienda de Ariadna. No le preocupó saber que eran las tres y veinte de la mañana. Y comenzó a golpear la puerta. Aquellos constantes golpes desvelaron a la mujer, quien corrió a recibirlo. La confusión y sorpresa fueron notable al encontrar a su amigo, jadeante, frente a ella.

El hombre, totalmente desequilibrado, no respondió a cada una de las preguntas que recibió. No obstante, quiso comprar todo aquello que necesitaba. Tras hacer el intercambio, abrazó a Ariadna con fuerza como respuesta a todas las nuevas preguntas que le hacía. Simplemente la abrazó –esta vez con cariño– y le besó la mejilla.

Ya en casa, observó el canvas. Pocas veces llegó a realizarse en él. Y los resultados de aquella acción siempre se guardaban para no volver a ver la luz. Pero esta vez quiso ir más allá; quería demostrar una nueva faceta de su persona. Y, a pesar de no mostrar alegría, tampoco halló a su mirada en la melancolía.

Se mezcló la pintura con sus emociones y se creó una unión hermosa; se crearon los colores que le darían vida. Se encontró a él mismo con la tez clara y la mirada baja hacia la derecha (porque él, más bien que nadie, era consciente de que no merecía observarle). Y encontró su cabello siendo una cascada que caía sobre sus hombros. Cuán maravillado se sintió al terminarse que la paleta se le resbaló de la mano y cayó al suelo. El silencio abrigó el lugar tras el ruido terco que la caída provocó.

Fue en búsqueda del tan apreciado retrato de su amor. Y, al no ser el caballete lo suficientemente ancho para sostener ambos lienzos, los apoyó, uno junto al otro, contra la pared. Para terminar las obras a conjunto, el fondo lo pintó de rosa, balanceando la obra y haciendo un contraste exquisito. Cuando se alejó y los observó juntos, complementándose, se sintió avergonzado y comenzó a llorar desconsoladamente.

El Todo Poderoso, que lo observó en cada uno de sus actos, le regaló su brillo. Paulo León, tras aquel acto divino, convirtió su propia piel en pintura. Los tubos de oleo caían vacíos al suelo a medida que el pintor perdía cada vez más su bella cordura. Se empezó a besar los dedos para sentirse más próximo a su amado. Asimismo, comenzó la intoxicación.

La mirada se tornó oscura y los ojos, por la irritación, rojos. Las lágrimas le eran imposibles de degustar y, tras cada inhalación, le era más difícil volver a respirar. Aún así, siguió empeorando la situación. Se observó, entonces, en el espejo mientras tragaba el óleo a duras penas. Fue, entonces, cuando se desplomó en el suelo y perdió el control.

La Luna fue testigo de cómo su alma lo abandonó. Más, Paulo León se encontró en su estado más puro, dejando de ser un pintor fracasado, mientras veía cómo fallecía. Y, en aquella oscuridad que reinaba la estancia, de pronto lo encontró. Eran dos pequeñas esferas casi indivisibles que se acercaba hasta quedar a centímetros de él.

Deseó fervientemente besarle. Pero no podía sentirlo. Quiso, con toda la verdad que podía, decirle que lo amaba. Pero no tenía voz. Se enredó en sus más puras emociones y quiso llorar y maldecirse. Fue en aquella derrota cuando su amor se unió a él. Fueron uno. Paulo León, entonces, pudo comprender lo que creía haber comprendido: su amor siempre había sido él, y él siempre había sido su amor.

–No tengo que perdonarte. Porque en este día, mi amor..., en este día, por fin me he vuelto a unir contigo.



Y quizás yacía muerto,

pero jamás se sintió tan vivo.

· Numen · #PGP2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora