'No hubo trucos.
Simplemente, nuestros ojos
coincidieron en el momento perfecto.'
***
Los hombros se encogían bajo la suave y fina manta que cubría el cuerpo de Alexander. Sentía la brisa calar en sus huesos tras haber danzado con las flores del jardín que esperaban florecer en el próximo amanecer. Aquel baile parecía una magnífica obra de arte creada por todo menos por la mano humana, pues el mundo sabía a destrucción y a lágrimas con sabor a tierra. La felicidad pertenecía solo a aquellos que elegían su libertad por encima de todo y dormir en praderas; a aquellos que vestían ropa vieja y dejaban sus pies desnudos para convertirse en arte al danzar sobre el agua; y a aquellos que degustaban su vida con la melodía arrítmica de los insectos y las aves.
Bajo aquella Luna llena, Alexander releía una y otra vez el párrafo de la novela que comenzó hace tan solo dos días. El bolígrafo entre sus dedos estaba expectante a cualquier conjunto de palabras que se enlazara con su pensamiento. Y antes de escribir más de tres palabras, fue un tachón el que tomó protagonismo. El joven dejó escapar un suspiro agotador. Su mirada analizó todo el jardín y se detuvo en la vela aromática que descansaba sobre la mesa de cristal a su lado. Dejó sobre su regazo tanto el bolígrafo como el cuaderno y alcanzó el objeto ya desgastado. Recordó, entonces, las palabras de su padre: «Cuando no quieras volver a tu habitación y anheles dormir en tu estudio, enciende esta vela. Su aroma dormirá a tu caótico cerebro lleno de letras». Tomó un par de respiraciones profundas y se dedicó algunas palabras pretendiendo, de esa manera, tranquilizarse y animarse. Dejó todo sobre la mesa y, finalmente, se adentró en la casa.
Para asistir a la cena de Paulo León, eligió unos pantalones chinos color verde y una camisa blanca; tantos los tirantes como los mocasines y la chaqueta americana eran negros. Y, tras soltar su cabello, cuyas ondulaciones cayeron sobre sus hombros, salió de la casa. Mientras hacia su camino hacia la casa del pintor, las copas de los árboles se mecían al son de una canción de cuna dictada por el palpitar de un corazón que parecía irse apagando al recordar a su ser más querido. El joven anhelaba acudir a aquella cena junto a su padre. Cada noche rezaba para poder volver a caminar junto a él o tras él para protegerlo tanto de los demonios externos como internos que quisieran llevárselo. Su corazón se negaba a reanudar su melodía mientras rogaba que aquel día no hubiese sido el último que sus palabras se hayan encontrado con las suyas.
El distante sonido de los transportes, tanto públicos como propios, se quedó flotando a su alrededor, jugueteando sobre sus hombros, hasta adentrarse en sus oídos y atacar con fiereza su tímpano. Lo arrastró de vuelta a la realidad, donde la sensación de dolor era más abrumadora que aquel vendaval de invierno.
Las hojas caídas crujían bajo la gruesa suela de sus zapatos, haciendo añicos aquellos fragmentos de vida que han tenido que partir debido a un invierno que apareció sin advertencia; que han caído sin que nadie pelee y vele por ellas hasta la siguiente primavera. Sus manos tomaron una hoja seca que cayó sobre sus hombros y la apreció desde el ápice hasta el pecíolo, recorriendo cada uno de sus nervios. Le recordó de nuevo a su padre: con esos ojos opacos que pretendían mantenerse felices y con esa personalidad tan luminosa que no terminaba de ser brillante como tanto lo deseaba el joven. Y quizás las cosas no funcionaron porque su padre ya estaba marchitado; porque su padre ya era una hoja acartonada que no pertenecía más al tronco de vida y solo le quedaba aventurarse y perderse entre la brisa para esperar un nuevo comienzo; su propio tiempo para renacer y encontrar nuevas raíces a las que aferrarse.
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· Numen · #PGP2019
RomanceLa pintura era la gran devoción de Helena, para quien 'obra de arte' se definía como 'poesía atestando el lienzo'. Y, tras la muerte de su padre, Alex se convirtió en su mejor verso. El joven pianista ideaba su vida, si su vida fuese con ella; ide...