I

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La pintura es poesía muda;

la poesía, pintura ciega.

-Leonardo Da Vinci.


***


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Era un anochecer frío. Los tonos azules del cielo comenzaron a ser imperceptibles, y se dio paso a las tonalidades calientes propias de un bonito ocaso: amarillas, rojas y naranjas. La brisa recorría con elegancia las estrechas calles de Maldre y danzaba entre los valientes que decidieron salir a amarlas. Reunidas las flores de los balcones que rodeaban la Plaza Pellicer, juntas lloraron, emocionadas, ante los cautivadores versos que un poeta veterano le regalaba a los turistas con el corazón en la mano. La Luna consagró aquel escenario cuando un joven violinista le ofreció a aquel conjunto de palabras una bella melodía. Era un anochecer frío, pero Maldre volvió a sentirse abrigado y, sobre todo, joven.


Desde la casa del ilustre pintor, Paulo León, cuya planta alta se había convertido en el taller de Bellas Artes más prestigioso de la ciudad, Helena admiraba aquella escena a través del terciopelo pardo de sus ojos. Vestía un peto largo color gris con tirantes abotonados y con bolsillos; un top de media manga y unos deportes, ambos de color blanco. Su melena castaña no caía más allá de sus hombros, y sus ondulaciones parecían danzar junto a las pinceladas que trazaba sobre el tejido del canvas. Libre y viva se sentía al querer encerrar en el lienzo a ambos artistas que, junto a otros, decidieron alzar una vez más su vuelo cotidiano para culminar de arte la ciudad. La joven estaba tan absorta ante aquel evento con el que el Todo Poderoso obsequió a los habitantes que no presenció la llegada del invitado del pintor, Alexander Andersen. Y, por tanto, se sobresaltó cuando tosió.


—Discúlpeme —musitó el joven en su dirección.


Helena le restó importancia con un gesto leve, limitándose a sonreír, y enfocó su atención en Paulo León. Este tomó un viejo taburete de madera que ubicó, segundos después, en el centro de la sala. Todos los pintores, unos más novatos que otros, lo rodeaba (excepto Helena, quien pintaba junto a la ventana). El intercambio de palabras entre ambos no se logró escuchar más allá de sus oídos. Fueron los murmureos de los aprendices, sin embargo, los que acallaron el silencio del lugar. Seguramente, se preguntaban quién era aquel joven desconocido o, quizás, compartían entre ellos halagos hacia su persona; su inusual belleza causó estragos entre los presentes.


El joven tomó asiento y se posicionó: alzó su rodilla derecha, en la que apoyó su antebrazo, y ladeó su cabeza hacia el lado izquierdo. Su cabello castaño con reflejos rubios cayó a ambos lados de su rostro, llegando a la altura de sus hombros. Una sudadera lisa gris, unos chinos color verde esmeralda, y unos deportes blancos completaban la paleta de colores. Y en su vestimenta se resaltaron luces y sombras, debido a las arrugas que causó su posición, que ayudarían a los pintores a conseguir más realismo. Cualquiera que dijera que aquel joven no era el numen que todo artista andaba buscando carecía de conocimiento artístico. Una vez el modelo estuvo listo, y tras tomar una gran bocanada de aire, Paulo León llamó la atención de sus alumnos al golpear la palma de sus manos un par de veces.

· Numen · #PGP2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora