XII

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El alma que hablar puedo con los ojos

también puede besar con la mirada.

Gustavo Adolfo Bécquer.


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El pequeño mono ambiente que vestía Helena era iluminado únicamente por el cabello ágil de la Luna y por un pequeño velador con luz cálida. La fría respiración del invierno se daba paso a la habitación causando a la joven pintora un leve temblor.

Su camino se trazó hacia el caballete para retratar el bello cuerpo del joven desnudo que descansaba sobre la comodidad de su cama. La joven observó cómo sus piernas se enredaban en la seda blanca, marcando un bello contraste con su piel. Más su lampiño abdomen le recordaba al café con leche para endulzar los días tristes.

Imaginó sus manos recorriendo los bordes de su cuerpo nuevamente mientras con sus dedos acariciaba el lienzo lleno de óleo. La pintura se sentía fría en contacto con su piel. Sin embargo, se convirtió en el más candente fuego al imaginársela siendo la de él. Y, no aguantando más aquella ola de calor, se deshizo de la ropa que resguardaba su pecho.

Aún no había terminado la obra y, sin embargo, ya se sentía al borde del acantilado. La excitación se manifestó en cada poro de su piel. Más, cuando volvió a la realidad, lo único que encontró fue un cuerpo sin vida lleno de pintura y una obra inacabada.

Que su pecho estuviese hecho un lío no importaba,

pues así se sentía más real.

Alcanzó el pincel para comenzar a delinear las suaves facciones del rostro del joven.

Sus ojos fueron retratados mirando al horizonte como si estuviesen escondiendo un secreto. Una gracia inexplicable los bañaba y los hacía brillar, y la joven pintora juró por décima vez que no había ojos más bellos que los suyos.

Sus finos labios estaban ligeramente separados dejando escapar una pequeña exhalación que se era capaz de percibir. Más sus finos cabellos castaños se encontraron desordenados formando el caos más bello que las estrellas habían podido ver. Estaba segura de que, de ser capaz de conversar con ellas, todos estarían de acuerdo de que era el más bonito regalo de la naturaleza.

Para terminar la pintura, contornó dos largas extremidades a cada parte de su torso formando los brazos más agraciados jamás vistos. Mientras uno permanecía pegado a su torso, el otro se doblaba para mantener el equilibrio sobre la cama, mientras, a su vez, sus juguetonas yemas tocaban su pezón.

Helena, cuando se alejó y vio la obra terminada, sintió sus piernas flaquear. No pasaron ni diez segundos y ya se encontró desnuda; su pantalón yacía en el suelo como prueba de la lujuria que el joven le hacía sentir.

Sus manos ansiosas comenzaron a recorrer el cuerpo de Alexander cuando llegó a él. Se olvidó completamente del gélido aire que azotaba su cuerpo desnudo y se entregó a la luz de la Luna y a sus sucias intenciones. Helena comenzó a tocar su ya despierto miembro con hambre y deseo mientras que la mano de Alexander se encargaba de acariciar su cuello con una delicadeza hermosa. La mano de la joven se movía con una brutalidad que asustaba y, de pronto, Alexander comenzó a sentir un cosquilleo en la parte baja de su abdomen. Helena visualizó el orgasmo y lo sintió en la punta de sus dedos.

El joven pianista se adueñó de su cuerpo y de su voluntad. Alexander la había inducido a pecar. Fue él quien la había sometido a su voluntad a su merced para hacerla disfrutar como nadie jamás lo había hecho antes.

–¿Cómo es que algo tan malo se siente tan bien?

–No lo sé –hizo una pausa el joven. –Pero siento que, a partir de este acto pecaminoso, nos conocemos más y te comprendo de una manera espeluznante.

–Eso está tan mal, Alexander.

El cuerpo de Helena comenzó a temblar por el helado aire que la golpeaba y solo el joven fue capaz de ver la obra que se formó a partir de su cuerpo exhausto y sus mejillas sonrojadas.

–¿Cómo podría explicarle al mundo que te quiero si ni siquiera yo lo comprendo? Pasan los días e intento resistirme, intento no escribirte... más me es imposible. No puedo dejar de pensar en ti día y noche. Y, aunque intente escribir sobre cualquier otra cosa, mi mano no responde a mis deseos. Ella sabe que solo me estoy engañando y que lo único que quiero hacer es fundirme en tu piel hasta desmayarme del cansancio.

Alejó esos pensamientos de su mente y se centró en ella. En su rostro y en sus extremidades; en su pecho y en su cabello; en su cuello y en sus muslos. Sus dedos conocieron cada centímetro de su piel y, aun así, se sentía hambriento de más. Volverse uno no era suficiente para él, quería hablarle y escucharla. Todas las noches se imaginaba su voz. Más sabía que la voz de un ángel era inimaginable para un simple mortal como él.

Pero quizás él no sentía vergüenza. Quizás sentía una ola de excitación inhumana, característica del mismísimo diablo, y ambos harían el amor frente a los ojos de Dios sin temor alguno, disfrutando de la vista de los ángeles. Y quizás ellos se unieran a ellos, volviendo su pasión una orgía desenfrenada de ángeles caídos; pequeños pecadores que solo buscan un nuevo tipo de paraíso.

O quizás sentía ternura.

Todo ese tiempo Helena parecía querer mostrarle una faceta de ella que, en realidad, no parecía la verdadera. Le hizo creer que era un pecador, que era la lujuria personificada y un descarado de pies a cabeza; pero quizás sólo era una mentirosa. Tenía miedo de lo que haría si se quedara completamente sola y es por eso por lo que sus cachetes eran regados con sus lágrimas todas las noches al igual que los suyos. Quizás en un plano diferente sus lágrimas se uniesen y se volviesen una, convirtiéndose en los artefactos más puros y magníficos; la perfecta unión entre un ángel y un humano.

Quizás se acercaría a ella y la acunaría en sus brazos hasta la eternidad. Sus alas le cubrirían completamente y él nunca podría sentirse mejor. Se volverían uno de una forma completamente diferente. Escucharía sus latidos y ella escucharía los suyos. La tendría junto a él durante horas y, cuando sea tiempo de separarse, no habría fuerza existente que fuese capaz de hacerlo.

Más Helena... quien le entregó cada célula de su piel, cada pincelada y lágrima. Sus latidos ya no parecían pertenecerle; sus respiraciones, tampoco. Ni siquiera su nombre le quedaba acorde. Si su madre viniese y la viese, ¿la miraría a los ojos y le diría que seguía siendo su hija? ¿O se alejaría corriendo, espantada, porque la mujer que tenía enfrente y la niña que crió ya no se conocía?

Helena quería hallar la forma de juntarse y prometía ser lo que siempre había imaginado ser, ahora junto a él, pero si él le devolvía a su ser que le había robado.

· Numen · #PGP2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora