◈▫ Capítulo 11 ▫◈

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Año 1700 d. C.

La soledad duele aún más que el frío o la dureza del suelo contra mi cuerpo, las lágrimas inundan mis ojos durante toda la noche impidiéndome dormir, aunque sea un segundo.

El nudo en mi pecho persiste impidiendo que el aire llegue a mis pulmones y sienta el dolor que su ausencia causa, siento la pérdida que ocasiona su abandono y eso me mata o al menos siento como si me matara en una tortura lenta.

Trecientos años juntos y ahora me ha abandonado, por un momento la negación se apodera de mí y siento que volverá en cualquier momento, que recapacitará y vendrá corriendo a cobijarme entre sus brazos, que me besara de esa forma dulce y perfecta que solo él conoce y que me pedirá perdón y saldremos de aquel lugar con la promesa de jamás volver a alejarnos, pero las horas pasan y él no regresa.

Para cuando el sol aparece en lo alto e ilumina aquel lugar haciendo doler mis ojos, la esperanza se desvanece por fin y las lágrimas desaparecen, pero un nuevo sentimiento se instala en el fondo de mi corazón. Ira. Ira pura. Pero desconozco a quién va dirigida ¿a Blake por marcharse? ¿a mí por quedarme? ¿o hacia a aquellos por quienes perdí el amor de mi vida y me condené a la soledad?

No lo sé, pero el deseo de descargar aquella ira me inunda y en poco tiempo me levanta haciéndome tomar la espada que descansa a mi lado donde la deje la noche anterior, al ver que falta la espada de Blake la ira aumenta en demasía, cegándome por un momento.

Comienzo a caminar sin cuidado, no quiero ocultarme, solo quiero deshacerme de aquel dolor y aquel sufrimiento y dejar de sentir tanto rencor y dolor, solo quiero dejar de sentir su ausencia. Por un momento me detengo al ver las casas frente a mí, el lugar está solitario, todas las personas deben de estar dentro durmiendo o desayunando, pero después mi vista se fija en aquellas sillas que la noche anterior sujetaban los cadáveres de dos personas y mi convicción aumenta.

Estas personas son asesinas, no merecen salvarse, no merecen vivir.

Empiezo a gritar, intentando llamar su atención, hacerlos salir, hacer que luchen sin importar las consecuencias, ya no importan los castigos o torturas que impongan, solo merecen morir y ser condenados por su crueldad. Todo ese pueblo es culpable y la sangre mancha las manos de todos en aquel lugar.

Maldigo a su Dios, los maldigo a ellos y a sus actos, grito contra su terrible justicia, los culpo de todos mis sufrimientos y hablo contra sus propios pecados, y es justo cuando comienzo a negar la existencia de su Dios que escucho a la primera persona del pueblo acercarse

- ¡Identifícate, hijo de satán, y explica tus motivos para venir a decir herejías en este pueblo de Dios! - es un hombre mayor cuyas canas cubren todo su cabello y por un momento me avergüenzo de lo que hago, pero después reconozco su rostro como el de aquel hombre que anoche llevaba a cabo la misa por la muerte de aquella pareja y veo su toga con aquel escudo horrible en ella y mi ira se renueva con más fuerza

- ¡Soy quien viene a asesinarte a ti y a aquellos que aclaman por la sangre de inocentes, soy quien tiene la enmienda de matarte! - grito a todo pulmón y veo a aquel hombre asustarse y retroceder hasta que otros tres llegan con espadas y corren a mi encuentro.

Esquivo al primero y corto su cuello en un solo movimiento dejándolo desangrase, al segundo lo golpeo con la espada y lo tiro al suelo, pero en eso el tercero clava la espada en mi estomago provocándome un dolor profundo el cual ignoro y giro para encajar mi espada en su cuello. En un rápido movimiento saco la espada de mi estomago y la arrojo al suelo sin prestar atención a la sangre que escapa por aquella herida.

Aquel anciano solo observa imperturbable, creyendo que moriré en cualquier momento, pero rápidamente se asusta al ver que continúo caminando con la espada en mano y dejando de sangrar.

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