INTRODUCCIÓN. Infernum.

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«Puede uno tener el entendimiento de un ángel, y ser, sin embargo, un demonio»

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«Puede uno tener el entendimiento de un ángel, y ser, sin embargo, un demonio».

Anónimo.

Astartea frenó la carrera y examinó a derecha y a izquierda. Por fortuna, no olía el hedor a azufre de ningún demonio, pues pasaba desapercibida gracias a que la amparaba la más elevada de las montañas de la cordillera del Infierno. Ni siquiera permitió que los chillidos de las almas en pena la distrajeran, tendría tiempo para ocuparse de ellas después.

     Esbozó una sonrisa de suficiencia. Había evadido a los más inclementes y a los más salvajes habitantes del Tártaro. Estos acostumbraban a rastrear con éxito todo lo que se moviera y podían resistir la presión de los abismos más profundos y la pestilencia de las olvidadas mazmorras donde agonizaba el último Titán. Su hazaña significaba un éxito rotundo, a la altura de la de Prometeo, quien les había robado el fuego a los dioses para entregárselo a los humanos.

     El olor a azufre, a pescado en descomposición y a papiros le llegó a la nariz y se hizo espacio dentro de ella como un puñal afilado. No esperó a percibir algún movimiento y dio un salto que le permitió eludir la gigantesca y escamosa cabeza de la serpiente Apofis —la guardiana de la zona— y que la atacaba por la espalda.

—¡Si creías que me sorprenderías para la próxima primero date un buen baño, lombriz! —Astartea le gritó y cayó sobre ella para montarla como si fuese un potro que domar.

     La bestia infernal abrió las fauces y lanzó un grito de guerra que hubiese amedrentado a cualquiera, pero la muchacha se burló:

—¡Estás viejo, reptil, ya no asustas a nadie!

     Él, colérico, efectuó movimientos circulares con los anillos para desembarazarse de la intrusa. Pero ella se sostenía firme de la cresta, y, hábil, acompañaba los giros, de modo que se hallaba tan cómoda como en el sofá de casa.

—¡Tendrás que esforzarte más, bichejo! —Aulló, tan orgullosa como los ángeles cuando conseguían un alma.

     Tampoco se arrepintió de haberla azuzado cuando esta se elevó en el aire a la velocidad de un caza supersónico y reptó entre las nubes, primero, y luego se lanzó en picado. Por el contrario, disfrutaba del enfrentamiento y le daba pena aprovechar que iba a ras del suelo para tirarse.

     Saltó y cayó al costado del monumento conmemorativo a Brooke Payton. Esbozó un gesto irónico porque Apofis ignoraba que la había abandonado y se elevó y zigzagueó como si todavía la cargara. «Mejor, así seguirá distraído», soltó una risa. «¡No hay duda de que chochea!»

     La joven leyó las letras doradas, elaboradas en oro y en sangre, que destacaban sobre el fondo azabache de la mole que servía de recordatorio:

Aquí en el Infierno yace otra estúpida protegida de Da Mo. Brooke Payton: cobarde, mala amiga y suicida.

Año 4.543.000.000.138 después de la caída.

Los hijos del viento.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora