Báilame

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Subo al coche y Robert me mira con seriedad. Él sabe que no conseguí nada, seguramente lo vio en mi cara desde lejos. Recargo la cabeza en el asiento y cierro los ojos tratando de contener mi mal humor. Luego, con un suspiro, empiezo a quitarme el disfraz.

—El bastardo no sabía nada —le cuento—. No es nadie importante. Es tan insignificante en la organización que un bastardo de unos treinta años le quitó el puesto como si de un helado se tratara.

Robert se muestra tranquilo como siempre.

—Bueno, tal parece que seguiremos buscando —dice resignado y enciende el carro para marcharnos.

Hago una cara de asco al pensar en que tendré que volver a seducir a un viejo asqueroso. Odio con toda mi alma este trabajo, tanto como el que tengo en la maldita Mansión. La única diferencia es que aquí puedo desquitarme y hacerles daño a esos intentos de hombre. Y eso me satisface hasta el punto de que me doy un poco de miedo a causa de la frialdad de mis pensamientos sangrientos.

—Sé que te desagrada todo esto —Robert me mira de reojo mientras conduce por la oscura y solitaria carretera. No le respondo y me dedico a mirar por la ventanilla—. Pero, si queremos acabar con ellos, tienes que hacerlo.

A veces mi mente divaga en la fantasía de un mundo alterno a este en el que vivo. Esta vez me imagino a mí misma, pequeña e inocente, en los brazos de una mujer sin rostro que me canta con cariño, de esa forma en la que sólo una madre sabe hacerlo. A su lado, mi padre sonríe.

Aunque tampoco tiene rostro, igual que todos los personajes que aparecen en mis estúpidas y anheladas fantasías, sé que es apuesto. Y esa imagen provoca miles de preguntas que se quedan rondando en mi cabeza.

¿Qué se sentirá tener el amor de unos padres? Seguramente el sentimiento será cálido.

¿Cómo serían mis padres? Apuestos y amables, claro, de seguro eran seres increíbles. Al menos es lo que creo a pesar de no recordarles.

Hace tiempo me dije que si no sabía quiénes eran, entonces yo me crearía una imagen. Algo a qué agarrarme cuando me sintiera perdida y vacía, cuando no pudiera caminar más. Así, en esos momentos en que la idea de morir me parece la solución más sensata, ahí están ellos, dándome fuerzas. Repitiéndome que siga caminando para así poder llegar de nuevo a su lado. Entonces me digo que yo soy igual de fuerte que mis padres y ese pensamiento siempre logra levantarme.

Un pensamiento absurdo pero muy útil, pues en todo caso sigo aquí, queriendo vengarme por las vidas inocentes, por los miles de inocencias robadas, por las lágrimas derramadas por las víctimas, por sus seres queridos que los buscan con desesperación.

—¿Soñando despierta? —la voz de Robert me saca de mis pensamientos. Lo miro con una sonrisa forzada.

—Tal parece que me gusta fantasear con lo que nunca tuve —mi voz suena cansada, apagada, apenas un murmullo. Me pasa cada vez que vuelvo a la realidad luego de una de estas fantasías. Siempre regreso con el corazón acongojado.

—Una vez lo tuviste, sólo que no te acuerdas.

Quizás no estaba equivocado, pude haber tenido una vida feliz en brazos de mis padres, pero era tan pequeña que ni su tacto recuerdo.

—Los estoy buscando, sólo que es difícil —explica—. Si al menos tuviera tu nombre real o alguna señal de quién eras antes de todo esto, podría encontrarlos.

Eso lo sé. Entiendo lo difícil que es buscar a mis padres sin saber nada de mí, ni siquiera cual es mi nacionalidad. Robert dice que podría ser una mezcla de asiática, por mis facciones finas y mis ojos levemente rasgados, y latina, por mi figura curvilínea, grandes ojos avellana y piel vainilla. Así que decidió que mis padres deben ser de distinta raza y empezó a buscar personas con esas características que hubieran pedido a su hija.

Rosa Negra. Nada es lo que parece. (Cynthia Jiménez N.)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora