Uno, dos, tres.
Aguanta la respiración y cierra los ojos con fuerza, el dolor en su brazo aumenta considerablemente cuando la enfermera se aleja de él. Suelta el aire y siente un apretón en su mano, su madre le observa con una suave y pequeña sonrisa mientras mira a la mujer que los acompaña moverse en el lugar.
—¿Un caramelo? —ofrece con una sonrisa y él no puede evitar sonreír mientras estira su mano y recibe el dulce.
—¿Eso es todo por hoy? —pregunta intentando no sonar desesperado pero realmente no quiere más pruebas por ese día, está exhausto, quiere llegar a casa y dormir hasta que la pesadilla pase.
—Para tu buena suerte, sí —sonríe la enfermera y le ayuda a pararse—. Aún así, insisto en que reconsideres lo que dijo el doctor, sería bueno poder observarte de cerca.
—Gracias —se coloca su abrigo y mira a la mujer—. Estoy bien así —responde con algo de pesar porque, aunque no la esté viendo, sabe que su madre sufre cada vez que rechaza la oferta.
Sale del hospital, camina junto a su madre quien está abrazada a su brazo y no lo suelta. La mujer habla de cosas al azar que aparecen en su mente y señala algunas que ve en el camino, él sonríe porque sabe que ella en su afán por distraerlo no puede dejar de hablar.
Mientras observa a su alrededor puede ver cómo las hojas de los árboles han comenzado a secarse indicando el fin del verano y el inicio del otoño. Sonríe inconscientemente mientras en su cabeza se reproduce la misma escena en la que no ha dejado de pensar ni una sola vez.
Sus ojos dulces y grandes, brillantes, lo miran con ese amor que sólo él le expresa, su sonrisa es inmensa y las arrugas a los costados de sus globos oculares se hacen presentes. Ama las arrugas que ocasiona su sonrisa.
—Volveré en otoño, ¿me esperarás?
—Si yo no te espero, ¿quién más lo haría?
Se ha distraído en sus pensamientos todo el camino, tanto así que cuando vuelve en sí no es capaz de entender de qué está hablando su madre, para su buena suerte han llegado a su casa y no tiene que preocuparse por saberlo.