CAPÍTULO 18: La bulla.

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Es un poco difícil de imaginar este contexto, en el que con facilidad podrán encontrar un abogado, doctor, secretaria u odontólogo ejerciendo dignamente las labores de la minería ilegal en el sur del Estado Bolívar. Es un ambiente inhóspito en el que solo sobreviven los más astutos, inteligentes, serios o simplemente los que no se meten en problemas, pues en una boca cerrada no entran moscas. Ya a esta hora habían molido cierta cantidad de mineral y tenían que entregarle una parte a Juancito y Joseito, ya que ese material financia el Tren y pues tienen que pagarles a los efectivos policiales para que los dejen tranquilos por un tiempo, es en efecto es una especie de vacuna o impuesto que los malandros deben cancelar al gobierno.

Las horas pasaban y estaba atardeciendo en el molino, por lo que Pedro coordinó la estrategia a seguir con los muchachos que se iban a quedar allí custodiando y haciendo guardias. Él se tenía que ir dentro de un rato porque tenía una cita con su amor Valentina, miró el reloj con algo de preocupación y tomó la decisión de dejar a cargo de todo a Luis, quien tendría la premisa de entrarle a plomo al que hiciera lo malo (no se porte adecuadamente) y él sabía que a su primo no le iba a temblar el gatillo si alguien intentaba pasarse de listo o cometer alguna fechoría.

Inesperadamente, a los lejos, los vigilantes o gariteros avistaron dos camionetas de alta cilindrada, sus colores no se podían distinguir con facilidad, de igual forma se prepararon con las armas por si ocurría alguna situación irregular que pusiera en peligro a la comunidad civil, pero ya cuando los vehículos estaban más cerca se percataron de que en ellos venía Juancito y Joseito a buscar parte del oro. Los dos renombrados varones bajaron de las camionetas, como siempre impecables y bien vestidos, custodiados por sus hombres.

Ellos llegaron saludando a toda la población de la mina, como si fueran el alcalde y el concejal; chocando puños, abrazando a mujeres, hablando con personas de la tercera edad. Han mantenido por un buen tiempo la paz en esa mina, auspiciando el cumplimiento de normas y leyes de la mano de golpizas, mutilaciones o muertes, pero ofreciendo protección, buena comida, beneficios lucrativos y ayudas humanitarias a quien lo necesitara. Por eso su popularidad había crecido vertiginosamente a lo largo del tiempo. Comparado con otros delincuentes, estos contaban con el apoyo incondicional de su gente, del minero común, que trabaja día a día bajo el inclemente sol de la región. Al llegar al grupo de Pedro Juancito los abrazo y les recordó que tenían que salir en dos días a hacer la encomienda.

—Discúlpenme que los tenga tan ladillados, pero es que quiero que todo salga bien mis carajitos. —sostuvo Juancito.

—Tío tranquilo, ya hablamos de eso en la mañana, no te preocupes por nada. —Murmuró Pedro con cara de fastidio y cansancio, pero dándole completa seguridad en sus palabras de que la operación sería todo un éxito.

—Vinimos a recoger parte del botín, porque tenemos que salir hoy mismo para Caracas, tenemos que hacer unos negocios allá. —acotó el hombre.

—¡Tranquilo tío, quédate tranquilo! Que nosotros vamos a cuidar el negocio por aquí —recalcó Pedro, sacando un poco el pecho, para afirmar con ese gesto su palabra de hombre.

—Me dijeron que ahora tienes una nueva cocinera en la base y que la compraste, ¿eso es verdad? —pregunto Juancito, con algo de curiosidad al respecto.

—Verga, tío, ¡naguevona...!, ¿te llaman para contarte esos betas (cosas)? —Refunfuñó Pedro, con algo de desagrado por la incómoda pregunta realizada por su tío Juancito, frente a todos los presentes.

—No te arreches Pedro, no es chisme, solo me comentaron, no te hagas mente (pienses mal) carajito. —agregó su tío, con una risa en la cara por lo incómodo que estaba su sobrino.

Pedro CalleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora