Capítulo 7: El caballero alicaído.

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                                                                        "Como un caballero alicaído,

                                                                          me mantengo cabizbajo,

                                                                          por no haber conseguido

                                                                        lo que me costó tanto trabajo."

Los párpados pesaban, pero no podía permitirse cerrar los ojos. Cualquier cosa podía pasar en la noche, cuando nadie patrullaba las calles.

La mirada de su pequeña le inquietaba, no quería asustarla, pero tampoco quería que le pasara nada malo, necesitaba protegerlas.

El jefe pasó la primera noche con los ojos fijos en la puerta, y esperando al más mínimo movimiento para disparar su arma. Pero nada ocurrió, solo se escuchaban los sollozos de su esposa, aun presa del pánico, mientras acariciaba a la pequeña para que se quedara dormida.

La indecisión era el mayor enemigo ahora. ¿Qué podía hacer? ¿Salía a buscar a ese cabrón y dejaba que su familia fuera asesinada? ¿O se recluía en casa protegiendo a su familia mientras más gente desaparecía?

Todo esto sin duda no debería ser la elección de una sola persona. El jefe había colapsado, y recuperaba las horas de sueño durante el día. Dos noches completas de guardia, esperando que la persona que amenazaba su hogar se atreviera a salir, pero nunca lo hizo.

Los mensajes de voz de Víctor se acumulaban en el teléfono del jefe. Parecía desesperado, y cada vez que comenzaba el mensaje con un suspiro, el jefe lo pausaba y dejaba el teléfono boca abajo en la mesita de noche.

Para la tercera noche, el jefe había decidido que cuidaría a su familia, pues la vida era muy corta como para pasarla sufriendo. Ahora comprendía que había hecho un trato con el diablo. Había vendido a todo el pueblo para mantener su hogar a salvo, pero no importaba, pues ahora habría paz. No importaba si las calles se teñían de rojo, mientras ese rojo no fuera el de los suyos. Y esa noche, consiguió dormir.

El ambiente estaba cargado, y sus oídos no le permitían escuchar más allá del eco de la nada. Estaba hundiéndose, poco a poco, en un abismo oscuro y silencioso. No había nada ni nadie allí, y el frío invernal le hacía temblar. Pensó que había llegado su momento, que ya había hecho demasiado es los últimos días, y comenzó a caer más y más rápido.

El frío era cada vez más insoportable, y el jefe pensó que debía moverse, debía subir.

Vio una pequeña luz resplandeciente, pensó que esta le daría el calor que buscaba, y allí fue.

A medida que subía, pensaba que aún no había dado lo mejor de sí, que aún podía demostrar todo lo que había aprendido leyendo casos espantosos, y fantaseando. Todavía estaba a tiempo de volver y ponerle las cosas difíciles al desgraciado que estaba causando el terror en el pueblo. Y la luz se volvía cada vez más grande, cada vez calentaba más.

El agua se volvía cada vez más caliente y espesa a medida que se acercaba a la superficie, y el sonido vacío, fue sustituido por el chapoteo de algo cayendo al agua.

Cuando llegó a la parte iluminada, reconoció varias figuras dentro del agua, y otra que acababan de caer. Pero estas figuras no se movían ni lo más mínimo, solo flotaban, boca abajo, mostrando sus caras, pálidas. Y al salir a la superficie respiró, respiró con ganas, con las ganas que le habían faltado hasta ese momento. Se agarró al borde y justo entonces, un torso sobrevoló su cabeza y cayó dentro del embalse, removiendo el agua rojiza y todos los cuerpos que flotaban en ella. Algo rozó su pierna, pero sus ojos se desviaron hacia una figura que abría la gran puerta que daba al exterior.

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