Capítulo 9: Dulce Anne

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—¡Jake, basta! —Bella lo reprendió en un violento, pero imperceptible susurro e ignorándolo por completo, irguió el cuello y se elevó en la punta de los pies, para ejecutar las apremiantes indicaciones de Madame Delacroix.

La ansiedad de Jacob a veces no tenía límites, ya que aquel puesto enfrentando a Isabella, por el otro lado de la viga de calentamiento, a diario le pertenecía a Riley, pero la necesidad por enterarse hasta el último pormenor acontecido en casa de «Ojos Verdes», lo llevó a hurtar el lugar. Riley por su parte, ocultando lo mejor que pudo el mismo interés, no tuvo más que conformarse con ubicarse junto a Demetri y Jasper en la barra siguiente.

Nuevas instrucciones llegaron a los oídos de Bella, pautas que más que ningún otro día, le costaba retener. Miró su postura en el gran espejo, dejándose llevar por las inspiradoras notas que procedían del piano de cola, interpretadas por la pianista que los acompañaba cada mañana en la parte más importante del día; el calentamiento de una hora y cuarto, donde los bailarines profesionales practican la técnica de sus elegantes movimientos y perfeccionan los que tienen más débiles.

Sin embargo para ella, esa mañana, todo era diferente.

Le era imposible liberar su mente y sumergirse en los agradables compases, logrando fundir las angelicales notas con cada músculo de su cuerpo y con certeza, el culpable de su inusitada distracción no era Jake, que con su brillante y anhelante mirada, le suplicaba que le farfullara cualquier nimiedad.

Cerró los ojos unos segundos, rindiendo sus sentidos y sus etéreos movimientos a las harmonías, acto en vano ya que cuando los abrió, todavía la distraía Alice delante de ella y todos sus compañeros de la compañía, que como un pequeño batallón, repetía al unísono la secuencia de pliés.

Tampoco ayudaba a mejorar su concentración, la sombría luz que se colaba por los redondos ventanales, que ensombrecían la amarillenta luz proveniente de las antiguas lámparas, que iluminaban la circular habitación. Y aunque quería erradicar el disperso comportamiento de su mente, sabía muy bien que le sería imposible, como también sabía el por qué.

Afuera, el cielo lloraba desconsolado, como la más triste de las despedidas. Fue en un efímero instante, como un insignificante suspiro, el firmamento que esa mañana era de un gris perlado, se tornó de un gris cetrino en cuanto su cínico y engreído jefe desapareció de su vista, y gruesos goterones comenzaron a caer sobre Anne y ella, como si fuesen lágrimas de anticipada añoranza.

«Edward», artículo en sus pensamientos, el nombre de aquel hombre exasperante y giró sobre su propio eje, para repetir la secuencia con las extremidades izquierdas.

Sí, por increíble que pareciera, su desagradable jefe era el culpable de su precaria concentración. Esa mañana, hasta el aire caliente y asfixiante de la tormenta, para Bella olía a Edward Cullen.

Las primeras notas del piano, en vez de darle la pauta para el primer ejercicio del día, le recordaron a Edward y como imaginó su masculina presencia tras el piano: su hermoso rostro atormentado, el broncíneo cabello convertido en un caos, sus prodigiosas y lindas manos interpretando cada melodía con tanto sentimiento; cada romántica nota que enloqueció el palpitar de su corazón.

Y aquel dulce y atrevido beso...

Sus sedosos y tibios labios sobre su piel, y los pocos segundos que estuvieron sobre ella que le supieron a miel... La deliciosa corriente eléctrica que despertó todas sus terminaciones nerviosas y el inclemente hormigueo, que se mantenía en la comisura de su boca, para recordarle que Edward estuvo tan cerca de besarla, tan cerca de robarle el aliento... Fugaz instante que quedó grabado a fuego en su mente y los tiernos besos de su novio, no fueron capaces de borrar.

Cuando ya no te esperabaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora