Capítulo 4: La forma de mi corazón

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Renée Higginbotham volvía a los Estados Unidos con el alma divida en dos: tristeza por dejar a su hija y satisfacción al tener la certeza que cada sacrificio hecho, había valido la pena y mucho más.

Día tras día, noche tras noche, mes tras mes y año tras año, desde aquella fría y lluviosa mañana, cuando arrancó de Forks con su hija de diez años tomada de la mano, con solo una maleta llena de amargos recuerdos a un destino incierto —uno que ciertamente, fue una extraordinaria aventura—, había luchado por obtener estabilidad y felicidad. Renée a sus treinta y nueve años, podía aseverar que era una mujer realizada: Su Bella era feliz.

Sonrió sintiendo que la embargaba una profunda paz. Isabella vivía en una ciudad soñada, tenía excelentes amigos y como pocas personas en el mundo, hacía lo que más amaba.

«Aunque aún le falta conocer el verdadero amor», reflexionó pensando en aquel chico, el compañero del cuerpo de baile que a Bella parecía gustarle, pero no complementarle y, en las últimas palabras que le dijo, mientras se daban un último y amoroso abrazo...

Sé feliz mi pequeña Bella, viniste aquí para eso. Ama, sonríe...

Finalmente, esperando que comprendiera el mensaje, le acarició el rostro con dulzura, se elevó en la punta de los pies, le besó la frente por largos segundos, luego dio un paso hacia atrás y sonriéndole con añoranza, se alejó de Bella para volver a su vida en Las Vegas.

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Copiosas lágrimas resbalaban por el rostro de Isabella, anticipada nostalgia que no se molestó en disimular. ¿Por qué tendría que hacerlo? No había motivo para sentir vergüenza, ya extrañaba a Renée, aunque solo unos segundos atrás, había desaparecido de su vista cuando atravesó el control de seguridad del terminal intercontinental.

Un sollozo a medias escapó por sus labios, pero procuró sonreír tal como su adorada madre le había pedido.

—Adiós, mami...—musitó como despedida y resignada caminó por los eternos, blancos y cristalinos pasillos, hasta encontrar las empinadas escaleras eléctricas que la llevarían hasta el andén, por donde pasaba el tren en dirección a París.

El frío e invernal viento de la plataforma arremolinó su castaño cabello cuando divisó el primer convoy, se calzó los guantes, gorro y ajustó el abrigo, y la bailarina se preparó para ingresar al RER¹. Sus precarias finanzas no le permitían acceder a un medio de transporte más privilegiado, aunque la verdad es que tampoco le quitaba el sueño; Bella había pasado por muchas más necesidades que esa simple nimiedad. Le bastaba con encontrar un asiento individual.

Sus pensamientos volvieron a Renée —a quien le faltaba un poco más de dos horas para el embarque— y sonrió de forma deslumbrante. ¡Que fantásticos días vividos! Todo gracias al poderoso ímpetu de su madre.

Después del exitoso estreno del Cascanueces y la euforia del anhelado reencuentro, Renée sorprendió a Isabella al informarle que permanecería en París hasta después del Año Nuevo; extraordinaria noticia que alegró su corazón tanto como lo asustó, ellas no acostumbraban a derrochar.

Palabras sin sentido habían escapado por su boca, incapacitada de expresar sus contrapuestos sentimientos, nerviosismo que Renée no demoró en aplacar, como siempre tozuda —característica que también adquirió la bailarina—, asegurando que permanecer por un mes con su hija en «La ciudad del amor», era un gusto que se podía dar.

Será nuestro regalo de Navidad...

Fue su irrefutable argumento que no dio lugar a réplica y Bella podía confirmar con vehemencia, que Renée jamás prometería algo que no pudiese cumplir. Sin embargo ella también sabía en lo más profundo de su ser, que la verdadera razón de su madre para llevar a cabo tal esfuerzo, era que por nada del mundo se perdería el estreno de su única hija como solista, nada más y nada menos que en el prestigioso Ballet de la Ópera de París, aunque aquello le significara más tarde, pasar por algún apuro económico; cosa que gracias a Dios y después de tanto esmero, lo cierto es que ya no era una gran preocupación. Demasiadas insatisfacciones habían vivido, desamor, violencia, miedo, escasez, la falta de un techo y de una familia..., para que ahora un inmenso océano y miles de kilómetros, no le permitieran llegar hasta ella. Renée era una luchadora por naturaleza y, ese inmenso mar que ahora las separaba, no era más que un riachuelo entre ellas.

Cuando ya no te esperabaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora