—¿Pecosa?
Fue la única palabra que Edward pudo articular, palabra cargada de incredulidad, al ver a la decidida joven que apareció a través de la puerta, como si un ángel viniera descendiendo desde el cielo. Tragó pesado, la situación era irreal, tanto, que creyó sentir como su corazón se detuvo, para después comenzar a latir enloquecido.
Ahí frente a él, estaba ella..., la culpable de sus nuevos sueños y renovadas pesadillas, real, hermosa y peligrosa. Celestial visión que no pudo dejar de recordar y presumió —o más bien esperó— no volver a ver nunca más; sobre todo a esos profundos y achocolatados ojos, que otra vez lo fulminaban.
Consternado, observó cómo sus rosados labios se abrieron para lo que Edward sospechó sería una nueva muestra de desprecio, sin embargo, fue todo lo contrario:
―Ciertamente, el señor Cullen ―dijo Isabella con sus ojos centelleando astutos y atrevidos―, debería dejar de llamarme «pecosa», si quiere que usted y yo, tengamos una conversación civilizada.
Aquella audaz, pero a la vez educada llamada de atención, sacó a Edward de su estado de estupor. De inmediato intentó recomponer su compostura, frente a la pequeña mujer que lo desafiaba con la mirada; que ella fuese la candidata destinada a resolver sus problemas, no podía ser más que una alocada y mala jugada del destino.
Sin duda, no era el único que pensaba lo mismo.
Si bien Isabella, estaba plantada frente a él, con un aparente y deslumbrante aplomo, tampoco le cabía en la cabeza tamaña coincidencia. Que aquel sujeto imposiblemente guapo —que la trató la noche del estreno del Cascanueces, como si fuese un vil guiñapo— y el hermano de Alice —el supuesto señor gruñón, barbón y panzón que ella imaginó—, fuesen el mismo hombre, le provocó ganas de salir corriendo.
«¡Trabajar para semejante insolente será como saltar de un avión sin paracaídas!», pensó, lamentándose de nuevo de haber accedido a la elocuencia de Alice. No obstante, Isabella no era una persona que se amilanara frente a los desafíos y, por sobre todas las cosas, tampoco rompía sus promesas.
Esas fueron las razones que la llevaron a comenzar la entrevista, con una inteligente y encubierta advertencia: «Cuidado, usted y yo podemos conversar, solo si actúa como un caballero». Sin embargo, si Edward volvía a comportarse como un maleducado, no dudaría en decirle unas cuantas verdades, partiendo por aquel «idiota» que picaba en la punta de su lengua desde que abrió la puerta, aunque eso le significara perder la oportunidad de trabajo.
―Civilizada conversación que por supuesto, tampoco incluye la palabra idiota...―contestó Edward adivinando el rumbo de sus pensamientos y una sonrisa torcida se dibujó en sus labios recordando que, lo que más le gustó de los apasionados ojos de la bailarina, fue verlos enojados―. Pase, señorita Swan...—su voz bajó un par de tonos al hacer aquella invitación, se podría decir que hasta fue seductor, claro que Edward, no estuvo consciente de haberlo hecho.
La realidad de las circunstancias a las cuales se estaba enfrentando, es que estaba asustado, aterrorizado de los irracionales sentimientos que le provocaba Isabella Swan; inadmisibles sensaciones que prometió, no volver a experimentar.
Lo poseyó un deseo incontenible de salir de la oficina, quería llamar a Alice y reprocharle cual demente, cómo había sido capaz de mandar a semejante mujer, pero sería una actitud por lejos insensata. Primero, porque no conocía a la chica en lo absoluto como para quejarse de ella. Segundo, porque dejaría al descubierto lo herido que aún estaba su corazón y tercero, si su hermana había elegido a Isabella de entre todas sus amigas para cuidar de Anne, era porque la chica era capaz y de su absoluta confianza.
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Cuando ya no te esperaba
FanficCuando tienes diecisiete años crees tener el mundo en tus manos: te sientes poderoso, capaz de lograr cualquier cosa; más aun, si estás enamorado. Asimismo lo creía Edward Cullen, hasta que un día, de manera trágica e inexplicable, su mundo se derru...