—Estás distraído esta noche —susurró Irina, acercándose a Edward.
Con sus cuidadas uñas, le acarició de forma ascendente la larga y marcada extensión de la columna vertebral, hasta a enterrar sus dedos en el broncíneo y suave cabello.
Edward ni siquiera se inmutó con el tentador roce, continuó con la vista perdida a través de la ventana, tomó un largo trago de whiskey del vaso que sostenía en su mano derecha y le dio una profunda calada al cigarrillo que tenía en la misma.
Para Irina, fue inevitable no admirar su taciturna belleza.
La imponente figura algo encorvada, el torso desnudo, los pantalones del traje colgando de manera sexy sobre las caderas, los tonificados músculos que se tensionaban en el abdomen y espalda, los delgados y hercúleos brazos... Sublime, tan hermoso, que en la penumbra de la habitación y con su verde mirada clavada en la lontananza, Edward se le asemejó a un ángel caído, un ángel de alas rotas.
«¿Por qué estás tan triste?», fue la pregunta que le pasó por la mente al contemplar su indomable fragilidad, pregunta que no tuvo el valor de elaborar.
La mirada de Irina, también viajó a través de los altos ventanales franceses de la habitación, la nieve continuaba cayendo copiosamente, convirtiendo la negra noche, en una teñida de plateado. Sus pensamientos retrocedieron a la primera vez que vio al hombre que estaba de pie a su lado.
Ese día le tocó cumplir el papel de devota esposa, acompañando a Laurent —su vejestorio marido—, a una importante premiación del ámbito en que se desarrollaban sus millonarios negocios. A un arquitecto de la firma constructora asociada a la de él, se le había otorgado el premio Pritzker, importante galardón, —si es que no, el más— que premia la creatividad, talento y la contribución de la obra del arquitecto honrado a la humanidad. Acontecimiento que Irina no podía encontrar más tedioso, sin embargo no increpó la orden de Laurent, para eso se había casado, para ser una «mujer florero» y mientras él, le permitiera tener todos los amantes que ella quisiera, Irina sabía que su deber era acompañarlo a la mentada premiación.
Así fue que, bajo el regocijo de todos los presentes de esa noche y la falsa empatía de Irina para todo lo que sucedía a su alrededor, oyendo sin escuchar y riendo sin sonreír, el momento de premiar al honrado llegó. Lo que jamás pasó, ni por sus más remotos pensamientos, fue que en ese preciso instante la vida para ella, comenzaría a tener otro cariz.
Ahí, parado en el podio y para quien el público aplaudía de pie, no había un viejo decrépito como ella esperaba, sino que un hermoso joven. «¡El arquitecto más joven de la historia en ganar el premio Pritzker!», se enteró cuando se dignó a escuchar.
Fue amor a primera vista.
Imposible fue no caer rendida a aquellos impresionantes ojos verdes que brillaban orgullosos y dejaban entrever que en aquel logro obtenido, había mucho más que un niño rico, hijo de papá, ganando un premio. Había esfuerzo, dolor y muchos más años de lo que su cuerpo y rostro de ángel representaban. Detrás de su sonrisa ladina, pudo ver la real, la tímida, la que le decía que a pesar de lo pletórico que se encontraba, pedía a gritos no ser el centro de atención de toda esa gente que eufórica le felicitaba.
De ese modo conoció a Edward y ahora dos años más tarde, poco y nada sabía del hombre que creía amar. Conocía su carácter duro y volátil, sus gustos, aunque solo los superficiales; como qué marca cigarrillos fumaba o qué tipo de whiskey le gustaba beber, su preferida posición sexual... Del corazón de Edward no conocía nada, solo sabía que tenía una hija de seis años de la cual estaba prohibido hablar.
Y el dolor...
Dolorosa nostalgia, reflejada en su atormentado mirar..., melancolía que Irina, no aguantaba un minuto más contemplar. Sin pensar en las consecuencias que le traería y, poseída por un ramalazo de valentía que jamás tuvo antes, desesperada por ayudar a su joven amante, de sus labios escapó—: Edward... ¿sabes qué puedes confiar en mí, verdad?
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Cuando ya no te esperaba
FanfictionCuando tienes diecisiete años crees tener el mundo en tus manos: te sientes poderoso, capaz de lograr cualquier cosa; más aun, si estás enamorado. Asimismo lo creía Edward Cullen, hasta que un día, de manera trágica e inexplicable, su mundo se derru...