Desde la Cocina

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Ella está en la cocina. Me pregunto por qué no ha salido y ha venido hacia aquí; la estoy llamando, la necesito. Me siento sola y ansío su presencia, que me acompañe.


La necesito, con su aspecto salvaje que asusta pero, al mismo tiempo, me envuelve en un calor acogedor. Hace un rato entré en la cueva, y ella aún no ha notado mi presencia. Pero yo puedo verla desde aquí, su cabello largo enmarcando su rostro de perfil. Su pelo es de colores diversos, que van del rubio más claro al negro más profundo. Ella lleva a todas dentro de sí, nos espera, nos guía, nos acoge. Es difícil describirla, y sin embargo, es tan familiar. Su cuerpo es robusto, exacto, vestido con los girones del tiempo, aguardando con la paciencia de quien sabe que, tarde o temprano, todas regresamos a ella.


Ella nos ofrece un plato de lo que cocina, algo que, de alguna forma, siempre resulta ser justo lo que necesitamos. A veces, un tirón de orejas; otras, una caricia tierna. Palabras que nos alientan, una sonrisa que nos da fuerzas para volver a la batalla, para enfrentar la vida día a día. Ella es el puente entre mundos, la ida y el regreso. Es lo que ansiamos y tememos, lo que nos aleja y nos atrae. A veces, evitamos venir a ella, pero cuando lo hacemos, ¡qué alegría es sentarse a su lado! Escucharla, dejar que enrede nuestros cabellos, que nos mime o nos reprenda. Nos vamos con el alma caliente, nutrida de esa sopa que prepara con tanto amor.


Aún no se ha dado cuenta de que estoy aquí. Me acerco un poco más, con la esperanza de ver mejor su rostro, ese rostro que nunca recuerdo pero que siempre siento como algo querido. Sus ojos son fieros, como los de una madre salvaje, y sin embargo esconden una melancolía que no había visto antes. Tal vez sabe que tiene que dejarnos ir, aunque también sepa que siempre volveremos, porque ella es parte de nosotras. Sus ojos hablan de amor, pero su expresión es severa, como la de quien no quiere que nos lastimemos, aunque no dudará en dejarnos caer si no atendemos sus lecciones.


Veo sus labios, y asoman de ellos unos colmillos. Sé que no me haría daño sin razón, pero la sola posibilidad me intimida. Su presencia es imponente, su fuerza evidente. La observo moverse en la cocina, desplazándose con un propósito claro, creando algo distinto cada vez, algo que será justo lo que necesitamos. Ahora canta, y me pregunto si debería unirme a ella, pero no me atrevo a interrumpir mientras sus manos crean magia. Produce, canta, vive, y nos alimenta con algo más que comida: es su esencia, su amor.


Por fin, decido acercarme, con pasos cautelosos para no sobresaltarla ni recibir un mordisco. A veces siento que, al mirarla, contemplo a quien deseo ser algún día. Toco suavemente su hombro, y ella se da la vuelta rápidamente, con sus colmillos listos para morder. Sé que la asusté, y me arrepiento. Pero al mirarme, su expresión cambia, y el reconocimiento brilla en sus ojos.


—Te estaba esperando. Has tardado mucho en venir. He visto tu rechazo, he sentido tu resistencia. Has mandado decirme que vendrías, pero te retrasaste —su voz es profunda, cargada de una autoridad universal—. No soy quien espera. Soy el principio y el fin, el núcleo de todo. Estoy en ti, en tus hijas y en las hijas de tus hijas, en tus madres y en tus abuelas. Te encontrarás conmigo una y otra vez, aunque intentes escapar, porque soy tú. Y apartarte de mí es apartarte de ti misma.


Dándome la espalda, vuelve a agitar el caldero, y el fuego proyecta destellos dorados y cobrizos en las paredes de la cueva, situada en lo profundo de la montaña a la que he venido para encontrarla.


—Pero al fin has venido, hija mía —continúa, mientras saca un gran cucharón de hueso del caldero, rebosante de un líquido color musgo—. Aquí tienes algo que he preparado para ti.El jarro que me extiende es también de hueso, y una inquietud me recorre. Pero sé que ella actúa siempre para mi bien. Me acerco al fuego y me siento junto a ella. Su sonrisa es tanto amable como cruel, y al mismo tiempo, sé que la amo por ello.


—Bébelo todo, hasta el fondo. Esto dolerá, porque he debido hacerlo hace tiempo. Las partes de ti que han sido abandonadas ahora están resentidas, y volverán a ti con dificultad. Escucha bien, hija mía. No te quebrantes. Sé flexible, dobla, pero no rompas. Solo así podrás renacer.


La miro una última vez antes de beber, y sus ojos me animan, fuertes y llenos de una verdad indiscutible. Bebo hasta el final del jarro, y en el mismo instante, una somnolencia me embarga. Me acurruco junto a ella, junto al caldero, mientras acaricia mi cabello. Cierro los ojos y me adentro en un sueño salvaje. Corro en la oscuridad, contra leones y tigres, contra garras, aullidos y gritos. Veo partes de mí que ni siquiera sabía que había perdido. Encuentro cosas que debo reparar y mil pruebas a las que enfrentarme.


Y en todo momento, su voz está conmigo, guiándome. A veces como un susurro, a veces como un grito, me muestra el camino. Al final, cuando la luz me llama de regreso, despierto y la veo sonriéndome desde la mesa. Me sirve un gran plato de sopa, y su mirada me envuelve de calidez.


—Lo lograste —me dice—. Han pasado días, pero has sobrevivido. Ven, come.


Me acerco, agotada, y tomo la sopa. Al primer bocado, un calor reconfortante recorre mi cuerpo. Mis heridas sanan y mi espíritu se eleva, como si cada parte de mí volviera a estar en su lugar. Mi alma canta, y esta vez, es mi propia voz la que resuena, fuerte y clara.


Me acerco al fuego y tomo una piedra de obsidiana. Al mirarme en su reflejo, noto el cambio en mis ojos: hay una fuerza en ellos que antes no estaba. Mi piel es más firme, mis manos ya no tiemblan. Me giro para mirarla, y en sus ojos veo el mismo orgullo que veo reflejado en los míos.


—Ahora puedes irte —dice—. Eres fuerte, flexible y capaz de defenderte. Llévame contigo, en tu interior, y recuerda que siempre estaré aquí, en el fondo de tu mente, para guiarte.


La abrazo con fuerza, sin querer dejarla, pero ella me empuja suavemente, gruñendo.


—Camina sola. No regreses hasta que sea otra vez tu momento.

Entonces, me giro y salgo de la cueva. Afuera, el mundo se extiende ante mí, frío y nevado, pero el calor que llevo dentro lo transforma. Camino, y el paisaje cambia a mi alrededor. Donde antes había hielo, ahora hay campos llenos de flores. El cielo está despejado y el sol brilla. Miro una última vez hacia atrás y la veo, pequeña en la entrada de la cueva, sonriéndome. Con una sonrisa de regreso, me dirijo a enfrentar el mundo real, completa y poderosa.

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