Todo fue un sueño

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Hay cosas en la vida que realmente te alegran. Cosas simples, hermosas, como saber que eres libre cada día. Abrir los ojos y observar el azul del cielo, el rojo vibrante del amanecer, el destello dorado del sol al atardecer, o el cielo estrellado sobre una playa serena. Aromas que te envuelven: tierra mojada, las páginas de un libro nuevo, el toque sutil de un perfume. Y en ese momento, el aroma inconfundible de tocino frito y huevos revueltos, con café recién hecho y tostadas crujientes, llenaba la habitación.


Se removió en su cama, embriagada de felicidad. Ese aroma, el del desayuno recién hecho, era uno de sus favoritos. Se mezclaba con la visión de su amado, de su familia, las risas de sus hijos y los juegos mañaneros. Sonriendo, abrió los ojos. Todo parecía increíblemente claro. Acarició la suavidad de las sábanas y se permitió dar vueltas como una niña, enredándose en ellas y riendo con la libertad de alguien que conoce, por fin, la paz.


Con un estremecimiento, apoyó los pies desnudos en el suelo frío. Esa breve sensación de frescor la llenó de vida. Se estiró sobre las puntas de sus pies y, con la gracia de una bailarina, se dirigió a la ducha. El agua tibia acarició su piel, despertando sus sentidos y envolviéndola en un suave vapor. Cada detalle parecía renovado: el aroma del jabón, el cosquilleo del agua deslizándose por su cuerpo, la calidez que contrastaba con el frescor inicial.


Salir de la habitación era una pequeña aventura, un viaje hacia lo cotidiano convertido en celebración. Recorrió el pasillo, canturreando hasta llegar a la habitación de sus hijos. Los despertó suavemente, jugando con ellos y ayudándolos a vestirse. Las risas se multiplicaban, llenando el ambiente de un calor familiar. Desayunaron juntos, disfrutando de los sabores y de la compañía, compartiendo esa simple felicidad que define la vida.


Después del desayuno, se dirigieron a la sala para jugar. Entre risas, un juego de mesa se convirtió en el centro de atención. Estiró la mano para tomar los dados, pero un dolor agudo la detuvo. Sintió como una punzada helada en la espalda, y al girarse, el dolor se desplazó a su vientre, apuñalándola de lado a lado. Sobrecogida, se abrazó a sí misma, tratando de entender qué estaba sucediendo.


Miró hacia arriba y vio a su familia. Los rostros amados sonreían con una amabilidad perversa, mientras levantaban cuchillos, que luego enterraban en su cuerpo, uno tras otro. Un grito desgarrador brotó de su garganta cuando el menor de sus hijos se acercó con una vela encendida y la dejó caer sobre ella. Las llamas se extendieron por su cuerpo, devorándola. Mientras ardía, los vio regresar al juego de mesa, indiferentes. Las llamas avanzaban, subiendo hasta su rostro, haciendo que su visión se tornara borrosa.


Con desesperación, alzó una mano pidiendo ayuda, pero se detuvo: una cadena gruesa ataba su muñeca. Levantó la otra, y también estaba encadenada. La imagen de su familia comenzó a desvanecerse, reemplazada por una roca fría y áspera bajo su cuerpo. No puede ser, pensó mientras la desesperación la inundaba. No puede ser... Miró a su alrededor. Todo era gris y lúgubre. Intentó incorporarse, pero otra cadena le rodeaba el cuello, apretándola como una serpiente de hierro. Con un grito de pura furia, sintió que sus ojos se encendían en rojo, pero el poder la abandonó, dejándola vulnerable y rota.


Una voz rompió el silencio, y al volverse, vio a tres mujeres, sombras oscuras con ojos fríos. Se inclinaban sobre ella, interrogándola, queriendo saber la ubicación exacta de sus hermanas, los detalles que guardaba con su vida. Un golpe contundente le reventó el labio, haciendo que la sangre fluyera y la rabia ardiera en su interior. Ellas repetían sus preguntas, y cada vez que se negaba a responder, un golpe más caía sobre su cuerpo encadenado.


Entonces, una risa desafiante escapó de sus labios rotos. Todo había sido un sueño. Nunca estuvo realmente libre. No lo había estado, y jamás lo estaría. Con sus últimos vestigios de fuerza, se juró a sí misma que no revelaría nada. Moriría antes de permitir que sus hermanas sufrieran lo mismo. Siguió riendo, riendo hasta que el dolor la devolvió a la inconsciencia, donde sus únicas compañeras eran la oscuridad y el silencio absoluto.


Y así, en algún rincón profundo de su mente, volvió a ver ese cielo azul, ese amanecer rojo y el brillo cálido del sol al caer. Y en ese último destello de esperanza, encontró el consuelo de saber que, aunque fuera por un breve instante, había conocido la libertad.

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