epilogue

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La mañana se asomaba lentamente sobre Hawkins

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La mañana se asomaba lentamente sobre Hawkins. Había muy poco movimiento, después de todo era Domingo, así que la gran mayoría aprovechaba para quedarse en su hogar y descansar.

Aun así, era posible encontrar niños jugando en la calle, andando en bicicleta y gritando por doquier. Hawkins seguía siendo aquel pequeño pueblo, en el que todo y nada había pasado.

Caminaba con paso tranquilo, sintiendo que aquellas calles la seguían acogiendo y evitando sentirse una total extraña. Sin embargo, los nervios la carcomían por dentro. No tenía ni idea de qué podía ocurrir ahí.

Al llegar a la calle que buscaba y tanto conocía, sintiendo el estómago darle vueltas. Inhaló y exhaló, tal como le habían enseñado esos años para calmar sus nervios. Se armó de valor y caminó hasta la casa.

La miró detalladamente. Seguía igual que antes. Las paredes pintadas de un gris azulado, la gran entrada para los vehículos, incluso la puerta de roble. Pero también notó que el jardín había cambiado. Ahora, junto a los árboles de la entrada, había pequeñas flores de todos los colores. Sin embargo, predominaban sobre todas las margaritas. A la chica le sorprendió que estén tan bien cuidadas.

Sin pensarlo mucho, tocó el timbre, pero al instante se arrepintió y las ganas de huir invadieron su cuerpo. Había pasado dos años. Ella se había ido sin siquiera decirle adiós directamente. ¿Qué iba a pasar?

Antes de que pudiera moverse, la puerta de la casa se abrió, enseñando a un chico de cabello castaño completamente despeinado y con ojos oscuros y profundos. Lo miró, sin poder creer que después de tantos años lo tenía ahí parado, frente a ella.

Él la miró, incrédulo de lo que sus ojos estaban viendo.

—¿A-amelia?— cerró la puerta tras de sí, y la expresión de extrañeza fue sustituida por una llena de alegría y emoción.— ¡Amelia! ¡Eres tú! ¡Has vuelto!

Se abalanzó hacia sus brazos y la rodeó en un cálido abrazo. La pelirroja no pudo evitar emocionarse y llorar. Sentía que el corazón se le escaparía del pecho.

—Sí. Soy yo, Steve.— acarició delicadamente su cabeza. Un sentimiento de calma se hizo presente. Se dio cuenta de lo refugiada que se sentía en brazos de su amigo.

Steve también empezó a llorar. Ella había vuelto, tal como había dicho en la carta. Ella estaba devuelta frente a él, tal como en los viejos tiempos.

Esos dos años le había ayudado a reflexionar sobre sus acciones y lo desconsiderado que fue al ignorar los sentimientos de la pelirroja. Se había prometido a sí mismo que, en caso de que ella volviera, arreglaría las cosas para no dejarla ir nunca más.

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𝐀𝐋𝐓𝐑𝐔𝐈𝐒𝐓𝐈𝐂 | 𝐬𝐭𝐞𝐯𝐞 𝐡𝐚𝐫𝐫𝐢𝐧𝐠𝐭𝐨𝐧 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora